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USOS Y COSTUMBRES DE LOS
PUEBLOS DEL NOROESTE

 

Urna funeraria

El término “diaguita” resulta un tanto dificultoso ya que en realidad el pueblo que nos ocupa está constituido por tres grupos diferentes, los pulares, los calchaquíes y los diaguitas propiamente dichos.

Loe españoles designaron con este último nombre a los habitantes de las montañas y juríes o calchaquíes a los que moraban en las llanuras, sin embargo, con el correr de los años, generalizaron la denominación “diaguita”, para todos los pueblos del noroeste.

De todas maneras, constituyeron todos una clara unidad étnica de raza andina, que hablaban una lengua común, el cacán (variante algo más primitiva del quechua) y practicaron las mismas costumbres, muy diferentes de las demás naciones que poblaron la cuenca del Plata.

Según detalla el Padre Lozano en su Historia de la Compañía de Jesús, los calchaquíes eran gente de buen aspecto, de tez bastante clara de tez, altos, fornidos y de una estatura que oscilaba en el 1,78 y 1,71 metros.  Los sacerdotes Romero y Monroy los describieron en una carta fechada en 1601, como gente corpulenta, robusta y de fiero aspecto, destacando entre las más importantes, la tribu de los omaguacas, que ocuparon la región de la quebrada (de la que deriva su nombre) en Jujuy.

Esta nación fue progresando paulatinamente hasta desarrollar una cultura mucho más sofisticada, basando su economía en el cultivo de la tierra, sembrando preferentemente, maíz, zapallo, porotos y quinua y en la ganadería, criando llamas, alpacas, vicuñas, ciervos y aves domésticas. Solían alimentarse de los productos de la tierra y de la carne de esos animales, pese a que no era de su preferencia, aunque trataban de hacerlo lo menos posible dado que aseguraban que aceleraba el envejecimiento.

Los diaguitas desarrollaron la industria textil a partir de la lana que obtenían de sus camélidos, confeccionando con ella, elaboradas prendas de vestir.

Su indumentaria, ricamente trabajada con vivos colores (especialmente el rojo, marrón, verde y amarillo). La misma, consistía principalmente en una camisa o túnica de lana de auchenia, larga hasta los tobillos o, en algunos casos, hasta las rodillas. La misma solía ajustarse a la cintura con una faja multicolor cuyo ancho oscilaba entre los 2 y los 20 centímetros. Sobre ellas se colocaba el poncho, prenda típica de aquellas regiones que, al igual que las fajas, presentaban dibujos a rayas, escalonadas o geometrizantes. Calzaban sandalias de cuero y usaban gorros, también de lana, con orejeras y sobrenuca, igualmente adornados con motivos similares. Se trataba de prendas de gran hermosura que combinaban con vistosos mantos, en algunos casos ilustrados con animales; collares, pulseras, anillos y aros de metal o piedra fina, malaquita, lapislázuli, hueso y nueces silvestres.

Según parece, en algunas regiones, las mujeres solteras vestían ropas de variados colores en tanto las casadas, lucían otras lisas.

Al desarrollar la industria del metal, los pobladores del noroeste dieron forma a bellas placas y discos de cobre, oro y plata, que solían colgarse del cuello y lucir en el pecho. Adornaban sus cabezas con coronas de plumas que obtenían de las aves de la región y colgando de sus costados, llevaban la “chuspa”, una bolsa tejida en la que guardaban las hojas de coca que utilizaban para mitigar los efectos de la altura cuando trabajaban en sus cultivos o el arreo de ganado. La chuspa también servía para transportar los más variados enseres y efectos de viaje, la mayoría utensilios y objetos de labranza.

Los diaguitas y calchaquíes fueron un pueblo guerrero, hecho que los llevó a desarrollar armas del mas variado estilo. Las más primitivas fueron las hachas de piedra bifaces y el garrote, reemplazados tiempo después por otras de mejor manufactura como las masas de granito, los proyectiles pulidos, las hondas y las puntas de flecha de obsidiana.

La honda era utilizada desde tiempos remotos, aún antes de la introducción del arco y la flecha por los invasores chaqueños y cuando los guerreros marchaban al combate, la arrollaba en torno a sus cinturas como si fuera un cinturón.

Las fortalezas y castillos que construyeron en lo alto de los morros fueron prácticamente inexpugnables. Desde ellas arrojaban sobre el enemigo proyectiles esféricos de piedra pulida, lanzas, flechas y rocas de todo tipo, siendo implacables en el uso de la onda, como lo fueron los israelitas y los filisteos en los tiempos bíblicos. Otro método eficaz fue el desmoronamiento de galgas que causaban verdaderos estragos entre las tropas atacantes durante sus intentos de asalto.

Aquellas fueron las armas que los diaguitas utilizaron desde las alturas cuando entablaban combates a distancia. Cuando el mismo era cercano, emplearon lanzas, mazas, porras, hachas y escudos de cuero y madera.
Como los galeses del medioevo y los senegaleses de las fuerzas almorávides que invadieron España en el siglo XI, los diaguitas fueron eximios arqueros, invencibles en sus montañas, valles y quebradas. Fuera de ellos era difícil que emprendiesen campañas de envergadura.

Utilizaban con gran destreza la guerra de guerrillas, efectuando ataques veloces y estratégicas retiradas, dejando los campos sembrados de fosos con estacas afiladas en el fondo. Al menos dos invasiones incaicas y la definitiva española, sufrieron los efectos de aquellas tácticas.

Tan eficiente fue su organización militar, que dispusieron de campos de entrenamiento y práctica de tiro en los que se han encontrado puntas de flecha rectangulares y lanceoladas, de base recta y escotada. También se hallaron otras de madera y hueso, hábilmente trabajadas, lo mismo hachas de cobre y hasta martillos.

En las pictografías de La Rinconada (Jujuy) se pueden apreciar escenas de batallas en las que los guerreros van al combate con las armas descriptas.

La región del noroeste argentino se vio sacudida por numerosos conflictos bélicos y soportó numerosas invasiones como las que llegaron desde el Chaco, dos incaicas y una española. Sus habitantes fueron sumamente crueles con los vencidos, siendo común la aplicación de tormentos y los sacrificio de prisioneros a sus dioses. El cráneo del enemigo derrotado era el mejor trofeo que un guerrero diaguita o calchaquí podía exhibir. El enemigo era degollado e inmediatamente decapitado con cuchillos y hachas de bronce y a sus cabezas se les practicaban perforaciones. En lo que a estos métodos se refiere, ni las mujeres ni los niños escapaban al castigo después de la derrota. Por esa razón, las madres de la tribu acaliana, sacrificaban a sus hijos y luego se suicidaban, para escapar a la tortura y el flagelo. Esos métodos, crueles y sangrientos, quedaron reflejados en los motivos de muchas cerámicas.

Los ejércitos diaguitas marchaban a la guerra con sus reyes al frente, quienes llevaban en la mano el “toqui” o hacha real, símbolo de su poder.

La bravura de esos guerreros quedó de manifiesto durante los alzamientos contra el dominio español en los siglos XVI y XVII. Las crónicas refieren duros combates, asedios, ejecuciones y destrucciones de ciudades como Córdoba del Calchaquí, Londres y Cañete.

De la organización política y social de estos pueblos poco es lo que se sabe. Como ya se ha dicho, no había un poder central ya que el mismo estaba fraccionado en numerosos cacicazgos independientes. Cada tribu, poblado o ciudad constituía un estado soberano, regido por un cacique o rey cuya capacidad de mando crecía en tiempos de guerra y disminuía en épocas de paz. En caso de guerra o crisis, según se ha dicho, las tribus se unificaban estableciendo una alianza de la que se supone, emergía una cabeza o líder electo en un cónclave en el que intervenían caciques y consejeros. Si en la batalla ese líder caía muerto, herido o prisionero, se producía un desbande general en el que se abandonaba el campo la adversario.
El hijo mayor era quien sucedía al cacique en el poder y en caso de fallecimiento, los que le seguían en edad. Si el soberano no tenía herederos, asumía su hermano y de no tenerlo, algún otro miembro de la familia, según explica el RP Alonso Barzana.

En cuanto a su estructura social, existió una casta de gobernantes, otra de guerreros y otra de sacerdotes, quienes estaban por encima del ciudadano común.
Pese a la poca información de la que se dispone, la civilización diaguita-calchaquí se dividía en una clase alta, integrada por la realeza, los guerreros y los encargados del culto; una clase media compuesta por pastores y artesanos y una baja conformada por servidores y esclavos.

De su organización familiar son pocas las noticias que se tienen. Al parecer fueron polígamos y conocieron el levirato, es decir, que al morir el esposo, sus mujeres pasaban a la familia del hermano.

Los diaguitas se casaban mayores de edad y antes de hacerlo, llevaban una vida sana y ascética ya que, de esa manera, creían preservar la juventud y detener el proceso de envejecimiento y la pérdida de fuerzas.

La familia era poco numerosa, de cuatro o cinco miembros como máximo, debido, posiblemente, a los sacrificios de niños que realizaban a sus dioses y a la elevada tasa de mortalidad infantil que aquejaba a las tierras del noroeste.
Su economía se basó fundamentalmente en el cultivo de la tierra. La lucha que sostuvieron con esta fue titánica, debido a los muchos obstáculos naturales que presentaba. Debieron despedregar los campos, crear andenes de cultivo en las faldas de las montañas, sostenerlas con gruesas paredes de pirca y regar los sembradíos con ingeniosos sistemas de irrigación, similares  a los que quechuas y aymarás utilizaron en Bolivia y Perú.

Canalizaron el agua de las alturas a través de extensas acequias construidas cuidadosamente con piedras rodadas, especialmente seleccionadas, sin dejar intersticios.

Se cree que en la actualidad la región ha sufrido un paulatino desecamiento ya que hoy en día el agua no alcanza a regar ni una décima parte de los grandes sistemas.

Sembraron maíz, quino, papas, porotos y otras legumbres. Como desconocían el arado practicaban un hoyo en la tierra utilizando para ello varas de especiales de madera y depositaban en ellos las semillas. Lo recolectado se almacenaba en silos adaptados en el interior de grutas y cavernas que sellaban con un muro de  piedra al que dejaban una pequeña abertura al pie que se cubría con una piedra laja especialmente adaptada para ese fin. Se construyeron también depósitos y almacenes subterráneos o semisubterráneos, tanto en las ciudades como en las fortalezas, cuyo diámetro era de 9 m2 y sus pisos y techos se hallaban recubiertos por lajas.

Durante cierta época del año los diaguitas, abandonaban los campos de cultivo para convertirse en recolectores, aprovechando la estación en la que las vainas de algarroba entraba en sazón.

Los utensilios empleados en la agricultura eran, además de la mencionada varilla de madera o palo cavador, las palas del mismo material, los cuchillones agrícolas, morteros de piedra para triturar el maíz y hacer harina, grandes cántaros y vasijas en los que se guardaban las mazorcas, el grano, el producto de la molienda o el agua; cucharas, cucharones, ollas, calabazas y cacharros bellamente decorados.

Los diaguitas construyeron corrales de pirca de un metro de altura, donde guardaban el ganado. Se trataba de espacios amplios y abiertos, sin techo, en los que encerraban a las llamas, las vicuñas, alpacas, ciervos y aves, protegiéndolos de los animales salvajes que pululaban en la zona, entre ellos el jaguar, el puma, el gato montés, el zorro y las aves de rapiña, verdadera plaga a la que les costó mucho combatir.

Fueron hábiles en la fabricación de bebidas, especialmente la “chicha” y la “aloja”, la primera fermentada del maíz y la segunda de alta graduación alcohólica, que utilizaban en las grandes celebraciones rituales.

En otro orden de cosas, demostraron cierta habilidad en el tallado y pulido de la piedra, lo que se puede percibir en las puntas de flechas halladas en diversos yacimientos, entre ellos el de Ayamptin, de mucha antigüedad y los de Tres Morros y Yaví II. Hachas, pipas de uso colectivo, flautas, vasos, morteros y hasta muebles, fueron construidos con ese mismo material. Sin embargo, lo más notorio que hicieron con la piedra fueron las máscaras e ídolos que representaban antiguas divinidades, algunas de ellas la cabeza hallada en Batungasta (Colección Robaudi-Tinogasta), cerca del río La Troya; la urna funeraria hallada en el mismo sitio, que presenta un rostro con ojos inflamados de los que se desprenden lágrimas y la talla de una divinidad en pose suplicante y aspecto zoomorfo encontrada en El Alamito.

Un descubrimiento curioso fue una llama de 10 centímetros labrada íntegramente en concha marina, descubierta en el cerro El Mercedario, provincia de San Juan, en lo que parece haber sido un antiguo santuario a 6000 metros de altura sobre el nivel del mar.

La metalúrgica fue practicada en todo el noroeste argentino desde tiempos remotos ya que se han encontrado piezas que por su manufactura, semejan notablemente a las del Perú incaico. Hoy se sabe que esta industria era practicada antes de la llegada de los invasores peruanos y que fueron ellos quienes enseñaron los métodos para perfeccionarla.

Los omaguacas sabían extraer oro de las pepitas recogidas en los arroyos y areniscas al que reducían a láminas por medio del machacamiento y la fundición, dándoles formas variadas, especialmente antropomorfas y zoomorfas. Otros objetos elaborados con esas técnicas fueron brazaletes, pendientes e incluso, vasos, que por su perfección, hacen suponer que pudieron haber sido adquiridos por trueque a comerciantes incaicos.
Trabajaron de igual manera la plata, siendo de destacar las piezas cuya aleación es una combinación de ambos minerales. También usaron el cobre, por lo general mezclado con estaño, cosa que no nos debe llamar la atención ya que hasta el día de hoy funcionan minas en el noroeste.

El mineral fundido era vertido en moldes de piedra y así, de ese modo, fueron elaboradas hachas, toquis, escudos, punzones, cinceles, cuchillos de hoja semicircular, placas pectorales, brazaletes, anillos, escudos y hasta campanillas.

En la región de las altas cumbres se han encontrado grandes campanas mientras en la quebrada, solamente campanillas pequeñas y algún diminuto cencerro. También son de destacar los “tumis” o cuchillos ceremoniales, con los que generalmente se hacían los sacrificios; hachas rompecabezas de forma estrellada, cinceles, buriles y pinzas de variados estilos, idénticos a los que se utilizaban en Cuzco y otras regiones del imperio incaico. Las placas pectorales más bellas fueron halladas en Chiquiago, departamento de Andalagá, y fueron descriptas por Lafone Quevedo. Incluso fuera de la región diaguita, culturas inferiores como la de los comechingones, en Córdoba, elaboraron interesantes objetos de cobre, sin ninguna duda, influenciados por la civilización del noroeste. Para algunos estudiosos, muchos de esos objetos provenían del pueblo diaguita y fueron adquiridos, posiblemente, en transacciones comerciales con aquellos.

Debenedetti encontró interesantes objetos de oro en excavaciones efectuadas en los yacimientos de La Isla, próximos a Tilcara. De la tumba Nº 11, perteneciente a un cacique, extrajo piezas auríferas de mediana y baja aleación, entre ellas un cinturón, placas, campanillas y figuras zoomorfas que aparentan ser camélidos.

En el imperio diaguita se confeccionaron variados objetos de madera, hallados en ruinas y excavaciones, junto a enterratorios y áreas de cultivo, destacando preferentemente los morteros, escarificadores, “tablillas para las ofrendas”, manoplas de uso desconocido, zumbadores y calabazas, todo entremezclado con armas, cucharas, cucharones, vasijas, vasos y herramientas agrícolas, muchos de ellos ricamente adornados.

Los diaguitas también fabricaron canastas, aplicando para su elaboración, la técnica del espiral, con decoraciones de llamas y otros animales, También fabricaron cuerdas, sogas y cordones de buena calidad que les sirvieron, sobre todo, para el acarreo y la carga.

En Ciénaga Grande (Jujuy) fueron hallados utensilios de hueso con espátulas, punzones, tubos para colorantes y escariadores. Notables fueron las máscaras de madera tallada encontradas en Atajo, provincia de Catamarca.
Otros rasgos zoomorfos fueron descubiertos en La Granche, Calama, junto a otras piezas de particular interés. Pero posiblemente sean  las armazones de los telares y los cuchillones de elaboración lo más sorprendente de la industria maderera en aquellas latitudes, especialmente los de La Paya (Jujuy), Barreales y San Juan.

El comercio se basaba, exclusivamente, en el trueque ya que desconocían el uso de la moneda. El intercambio fue muy activo en la Puna y la Quebrada, sector proveedor de sal por excelencia, a cambio de la cual, la región del altiplano introducía la tan necesaria coca.

Los objetos de oro, plata y metal fueron sumamente codiciados y por ende, comercializados, por lo que se supone que algunos tumíes encontrados en la región, provienen del Perú y Bolivia, lo mismo ciertos recipientes zoomorfos con asa, vasos, platos y otros objetos propios de aquellas latitudes.

Los diaguitas desarrollaron la música y por ese motivo, fabricaron instrumentos tan diversos como la quena, la flauta de pan (Ambrosetti encontró numerosas en La Paya), trompetas, silbatos y bombos. Tal vez la quena, el charango (pequeño instrumento de cuerda fabricado con la caparazón de una mulita) y el erke (trompeta de cuerno vacuno a la que se adosaba un caño de tres metros de largo), fueran los más notables de todos. Las flautas de pan solían ser de madera, arcilla, caña o líticas.

Los diaguitas de la montaña, como buen pueblo guerrero, aplicaron el uso de esos instrumentos a fines bélicos ya que, antes de ir a la batalla, hacían sonar sus trompetas y erkes, no solamente para darse ánimo sino también, para amedrentar al enemigo. Esos instrumentos también se hacían sonar durante las ceremonias en las que se ejecutaba a los prisioneros.

El músico Carlos Vega se dedicó al estudio de aquellas artes en la región y logró demostrar la existencia de una escala de semitonos que fue la que utilizaron aquellos pueblos para componer sus monótonas melodías empleadas, por lo general, en ceremonias fúnebres y celebraciones religiosas. En las mismas, solían danzar, arte en el que demostraron una resistencia fuera de lo común, utilizando máscaras de madera y disfraces. El uso de la coca fue lo que les dio tantos bríos para el baile ritual.
Se acostumbraba danzar en momentos de alegría general, en ritos de iniciación, en ceremonias religiosas y, seguramente, en celebraciones particulares, llegando muchas veces al frenesí, detalle que ha sido aportado por los primeros cronistas españoles.

Como todo pueblo civilizado, los habitantes del noroeste construyeron numerosos caminos que no fueron más que simples senderos de tierra mejorados, en algunos tramos reforzados por pircas. La conquista incaica fue el causal de su ampliación hasta convertirlos en una verdadera red vial que vinculó a la región con el resto del imperio.

Los conquistadores peruanos construyeron caminos en herradura, en muchos tramos pircados, dotándolos de “tambos” o refugios en los que el viajero se alojaba y hasta podía guardar sus animales. Ubicados siempre a la vera del trayecto, fueron estudiados en detalle por los especialista Francisco de Aparicio y Fernando Márquez Miranda, el primero en la provincia de La rioja y el segundo en San Juan.

Uno de los tramos más importantes de esa red de caminos fue el de Calingasto-Jachal-Minas del Castaño, utilizado por los ejércitos imperiales del Perú incaico y los conquistadores Diego  de Almagro, en su ruta a Chile y Diego de Rojas, camino al Tucumán. Por ellos circularon los “chasquis”, corredores maratónicos que efectuaban el servicio de correo, con relevos a distancia en los “tambos” o postas.

La de los incas fue una verdadera red de caminos que recuerda vagamente a la construida por los romanos en sus dominios, de ahí que en esta parte del mundo “todos los caminos conducían al Cuzco”.

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