En las postrimerías de una presidencia destinada a interesar menos a
los historiadores que cualquier otra, aparte tal vez de la de William
Henry Harrison (treinta y un días desde el nombramiento hasta su
muerte), Arthur Morgan se reunió en el Despacho Oval con el último
amigo que le quedaba para reflexionar acerca de sus últimas disposiciones.
En aquel momento tenía la sensación de haberse equivocado en
todas las decisiones que había tomado durante los cuatro años precedentes
y a aquellas alturas no confiaba demasiado en poder enmendar
hasta cierto punto las cosas. Su amigo tampoco estaba muy seguro
aunque, como siempre, apenas habló y lo poco que dijo fue lo que el
presidente deseaba oír.
Se trataba de la cuestión de los indultos, de las súplicas desesperadas
de ladrones, malversadores y embusteros, algunos de ellos todavía en
la cárcel y otros que jamás habían cumplido condena pero, pese a ello,
querían recuperar el buen nombre y ver restituidos sus privilegios. Todos
alegaban ser amigos, o amigos de amigos, o bien partidarios acérrimos,
a pesar de que sólo unos cuantos habían tenido la ocasión de
manifestarle su apoyo antes de aquel momento. Qué pena que después
de cuatro tumultuosos años de gobernar el mundo libre todo quedara
reducido a un miserable montón de peticiones de un grupito de chorizos.
¿A qué ladrones se podía permitir volver a robar? Ésta era la trascendental
cuestión a la que se enfrentaba el presidente en aquellas
horas finales.
Su último amigo era Critz, un antiguo compañero de la asociación estudiantil
de su época universitaria en Cornell. En aquellos tiempos Morgan
dirigía la división administrativa y Critz atiborraba fraudulentamen3
te de papeletas las urnas electorales. En los últimos cuatro años Critz
había sido secretario de prensa, jefe de Estado Mayor, asesor de seguridad
nacional e incluso secretario de Estado, aunque sólo duró tres
meses en el cargo, del que fue fulminantemente destituido cuando, con
su singular estilo diplomático, estuvo a punto de desencadenar la Tercera
Guerra Mundial. El último nombramiento de Critz había tenido lugar
el octubre anterior, durante las últimas y enloquecidas semanas de
la violenta embestida de la reelección. Cuando las encuestas señalaban
que el presidente Morgan iba quedando rezagado en por lo menos cuarenta
estados, Critz se hizo con el control de la campaña y consiguió
enemistarlo con el resto del país, excepto, hasta cierto punto, con Alaska.
Habían sido unas elecciones históricas; jamás un presidente en ejercicio
había conseguido tan pocos votos electorales. Tres para ser exactos,
todos de Alaska, el único estado que Morgan no había visitado siguiendo
el consejo de Critz. Quinientos treinta y cinco para el aspirante,
tres para el presidente Morgan. La expresión «aplastante victoria» no
reflejaba ni por asomo la situación.
Una vez efectuado el recuento de votos, el aspirante, siguiendo un
mal consejo, decidió poner en tela de juicio los resultados de Alaska.
¿Por qué no ir por los quinientos treinta y ocho votos electorales?, se
dijo. Un candidato a la presidencia no tiene nunca la oportunidad de derrotar
por completo a su contrincante, de alzarse con la madre de todas
las victorias y dejar a su adversario sin un solo voto.
El presidente tuvo que padecer todavía durante otras seis semanas
mientras arreciaban los pleitos en Alaska. Cuando el Tribunal Supremo
le otorgó finalmente los tres votos electorales del estado, él y Critz se
bebieron discretamente una botella de champán.
El presidente Morgan se había enamorado de Alaska, a pesar de que
los resultados sólo le habían concedido finalmente un escaso margen de
diecisiete votos.
Habría tenido que evitar más estados.
Perdió incluso en su Delaware natal, donde el otrora esclarecido electorado
le había permitido ocho maravillosos años como gobernador. Si
él no había tenido tiempo de visitar Alaska, su contrincante había ignorado
por completo Delaware... ni la menor organización, ni anuncios en
televisión, nada para contrarrestar la campaña. ¡Y así y todo su oponente
había obtenido el 52 % de los votos!
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Critz, sentado en un sillón de cuero, sostenía en las manos un cuaderno
de apuntes con una lista de los cientos de cosas que había que
hacer de inmediato. Observó cómo su presidente se desplazaba muy
despacio de una ventana a la siguiente mientras escudriñaba la oscuridad
y soñaba con lo que hubiese podido ser. El hombre estaba deprimido
y humillado.
A los cincuenta y ocho años su vida había terminado, su carrera era
un fracaso, su matrimonio se estaba desmoronando. La señora Morgan
ya había regresado a Wilmington y bromeaba sin recato acerca de irse
a vivir a una cabaña de Alaska. Critz abrigaba ciertas dudas acerca de
la capacidad de su amigo de pasarse el resto de la vida cazando y pescando,
pero la perspectiva de vivir a más de tres mil kilómetros de la
señora Morgan resultaba de lo más seductora. Hubiesen podido ganar
en Nebraska si la un tanto aristocrática primera dama no se hubiera referido
a su equipo de fútbol como a los Sooners, tal como se conocía
popularmente a los habitantes del estado de Oklahoma.
¡Los Sooners de Nebraska!
De la noche a la mañana, Morgan cayó en picado no sólo en las encuestas
de Nebraska sino también en las de Oklahoma; jamás se recuperó.
Y en Tejas, su mujer tomó un bocado de una guindilla galardonada
con un premio y vomitó. Mientras la llevaban a toda prisa al hospital,
un micrófono captó sus todavía famosas palabras: «¿Cómo es posible
que sean ustedes tan retrasados como para comer semejante mierda?»
Nebraska cuenta con cinco votos electorales. Tejas tiene treinta y
cuatro. Insultar al equipo de fútbol local era un error al que hubiesen
podido sobrevivir. Sin embargo, ningún candidato supera una descripción
tan degradante de la guindilla de Tejas.
¡Menuda campaña! Critz estaba tentado de escribir un libro! Alguien
tenía que dejar constancia del desastre.
La colaboración de casi cuarenta años entre ambos estaba a punto de
terminar. Critz había conseguido un empleo con un contratista del Departamento
de Defensa por 200.000 dólares anuales y llevaría a cabo
una gira de conferencias a 50.000 dólares cada una siempre y cuando
hubiera alguien suficientemente desesperado como para pagarlos. Tras
dedicar su vida a la administración pública, se había quedado sin un
céntimo, estaba envejeciendo rápidamente y ansiaba ganar unos dólares.
El presidente había vendido su preciosa casa de Georgetown a muy
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buen precio. Se había comprado un pequeño rancho en Alaska donde
estaba claro que la gente lo admiraba y tenía previsto pasar el resto de
sus días allí, cazando, pescando y quizás escribiendo sus memorias.
Lo que hiciera en Alaska no tendría nada que ver ni con la política ni
con Washington. No sería un veterano estadista, la figura decorativa del
partido de nadie, la sabia voz de la experiencia. No emprendería ninguna
gira de despedida, no pronunciaría discursos en convenciones, no le
otorgarían ninguna cátedra de ciencias políticas. No habría ninguna biblioteca
presidencial. La gente se había expresado con claridad, de un
modo rotundo. Si no lo querían, él, desde luego, podía vivir sin ellos.
–Tenemos que tomar una decisión sobre Cuccinello –dijo Critz.
El presidente permanecía de pie junto a la ventana con la mirada
perdida en la oscuridad, pensando todavía en Delaware.
–¿Quién?
–Figgy Cuccinello, el director cinematográfico acusado de haber mantenido
relaciones sexuales con una joven aspirante a actriz.
–¿Cómo de joven?
–De quince años, creo.
–Eso es muy joven.
–Pues sí. Huyó a Argentina, donde ya lleva diez años. Ahora siente
nostalgia, quiere regresar y volver a rodar películas tremendas. Dice
que su arte lo está llamando para que regrese a casa.
–A lo mejor, son las chicas jóvenes las que lo están llamando para
que regrese a casa.
–Eso también.
–Diecisiete años no me molestaría. Quince es demasiado.
–Su oferta llega a los cinco millones.
El presidente se volvió y miró a Critz.
–¿Ofrece cinco millones por un indulto?
–Sí, y hay que decidir con rapidez. El dinero se tiene que sacar por
transferencia de Suiza. Y allí son las tres de la madrugada.
–¿Adonde iría a parar?
–Tenemos cuentas offshore en paraísos fiscales. Es fácil.
–¿Qué haría la prensa?
–Sería desagradable.
–Siempre es desagradable.
–Pero esto sería especialmente desagradable.
–La verdad es que a mí la prensa me importa un bledo –dijo Morgan.
–Pues entonces, ¿por qué lo preguntas? –quiso saber Critz.
–¿Se puede seguir el rastro del dinero? –preguntó el presidente, vol6
viéndose de nuevo hacia la ventana.
–No.
Con la mano derecha, el presidente se empezó a rascar la nuca, tal
como siempre hacía cuando se enfrentaba con una decisión difícil. A
punto de lanzar un ataque nuclear contra Corea del Norte se había rascado
la piel hasta hacerse sangre y mancharse el cuello de la camisa
blanca.
–La respuesta es nó –dijo–. Quince es demasiado joven.
Sin previo aviso se abrió la puerta y Artie Morgan, el hijo del presidente,
irrumpió en la habitación con una Heineken en una mano y unos
papeles en la otra.
–Acabo de hablar con la CIA –dijo con aire indiferente. Llevaba unos
vaqueros desteñidos e iba sin calcetines–. Maynard está de camino.
Dejó los papeles sobre el escritorio y se retiró dando un portazo.
Artie hubiese aceptado los cinco millones de dólares sin dudar, se dijo
Critz, independientemente de la edad de la chica. Quince años seguro
que no eran demasiado poco para Artie. Hubiesen ganado en Kansas si
no hubieran sorprendido a Artie en la habitación de un motel de Topeka
con tres animadoras, la mayor de diecisiete años. Un fiscal grandilocuente
había desestimado finalmente las acusaciones, dos días después
de las elecciones: las chicas firmaron una declaración jurada; no habían
mantenido relaciones sexuales con Artie. Estaban a punto de hacerlo y,
de hecho, habían faltado segundos para que participaran en toda clase
de retozos, pero una de las madres llamó a la puerta de la habitación
del motel e impidió la orgía.
El presidente se sentó en su mecedora de cuero simulando hojear
unos inútiles documentos.
–¿Qué es lo último que se sabe sobre Backman? –preguntó.
En los dieciocho años que llevaba como director de la CIA, Teddy
Maynard había estado en la Casa Blanca menos de diez veces. Y jamás
para cenar (siempre declinaba la invitación por motivos de salud), y
jamás para saludar a un pez gordo extranjero (era algo que le importaba
un carajo). Cuando podía caminar se pasaba alguna vez por allí para
consultas con el presidente de turno y quizá con algún que otro de los
que elaboraban sus programas políticos. Desde que iba en silla de ruedas,
hablaba con la Casa Blanca por teléfono. Nada menos que todo un
vicepresidente había sido conducido dos veces en automóvil a Langley
para reunirse con Maynard.
La única ventaja de ir en silla de ruedas era que le daba un pretexto
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para ir o quedarse o hacer lo que le diera la real gana. Nadie quería
presionar a un viejo lisiado.
Se había pasado casi cincuenta años trabajando como espía, pero
ahora prefería el lujo de mirar directamente a su espalda cuando se
desplazaba por ahí. Viajaba en una furgoneta blanca sin identificación –
con cristales a prueba de balas, paredes de plomo y dos chicos armados
hasta los dientes sentados detrás del chofer, también armado hasta los
dientes–, con su silla de ruedas fijada al suelo en la parte posterior y
mirando hacia atrás para que Teddy viera el tráfico que no podía verle a
él. Otras dos furgonetas lo seguían a cierta distancia: cualquier imprudente
intento de acercarse al director hubiese sido inmediatamente
abortado. No se esperaba ninguno. Casi todo el mundo creía a Teddy
Maynard muerto o pasando perezosamente sus últimos días en alguna
residencia secreta donde se enviaba a morir a los viejos espías.
Teddy así lo quería.
Iba envuelto en un pesado quilt de color gris y lo atendía Hoby, su fiel
ayudante.
Mientras la furgoneta circulaba por el Cinturón a una velocidad constante
de noventa y cinco kilómetros por hora, Teddy bebía té verde escanciado
desde un termo por Hoby y contemplaba los vehículos que los
seguían.
Hoby permanecía sentado al lado de la silla de ruedas en un taburete
de cuero hecho especialmente para él.
Tras tomarse un sorbo de té, Teddy preguntó:
–¿Dónde está Backman en estos momentos?
–En su celda –contestó Hoby.
–¿Y nuestra gente está con el director de la cárcel?
–Están sentados en su despacho, esperando.
Otro sorbo de la taza de papel cuidadosamente sostenida con ambas
manos.
Las manos eran frágiles, surcadas por venas y del color de la leche
descremada, como si ya hubieran muerto y esperaran pacientemente al
resto del cuerpo.
–¿Cuánto se tardará en sacarlo del país?
–Unas cuatro horas.
–¿Y el plan está bien organizado?
–Todo está a punto. Esperamos la luz verde.
–Espero que este imbécil vea las cosas a mi manera.
Critz y el imbécil contemplaban las paredes del Despacho Oval y su
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silencio quedaba interrumpido de vez en cuando por algún comentario
acerca de Joel Backman. Tenían que hablar de algo, pues ninguno de
los dos quería mencionar lo que realmente pensaba.
«¿Es posible que esté ocurriendo?»
«¿De veras es el final?»
Cuarenta años. De Cornell al Despacho Oval. Un final tan brusco que
no habían tenido tiempo para prepararse debidamente. Contaban con
cuatro años más. Cuatro años de gloria para crearse un legado con
habilidad y después alejarse noblemente hacia el ocaso.
Aunque ya era tarde, fuera parecía todavía más oscuro. Las ventanas
que daban a la Rosaleda eran negras. Casi podía oírse el incesante tictac
del reloj de pared colgado encima de la repisa de la chimenea en su
cuenta atrás definitiva.
–¿Qué hará la prensa si indulto a Backman? –preguntó el presidente,
no por primera vez.
–Se pondrá furiosa.
–Tendría gracia.
–Tú ya no estarás.
–No, es cierto.
Finalizada la ceremonia del traspaso de poderes, al mediodía del día
siguiente, su huida de Washington empezaría en un jet privado (propiedad
de una petrolera) hasta la residencia de un viejo amigo suyo en la
isla de Barbados. Siguiendo las instrucciones de Morgan, se habían retirado
los televisores de la residencia, no entregarían periódicos ni revistas
y todos los teléfonos habían sido desconectados. No se mantendría
en contacto con nadie, ni siquiera con Critz, y menos con la señora
Morgan durante por lo menos un mes. Le importaba un bledo que ardiera
Washington. De hecho, esperaba en su fuero interno que ardiera.
Después, de Barbados se trasladaría en secreto a su cabaña de Alaska y
allí seguiría ignorando al mundo durante el invierno y hasta la llegada
de la primavera.
–¿Deberíamos indultarlo? –preguntó el presidente.
–Probablemente –contestó Critz.
Ahora el presidente había pasado al «nosotros», cosa que hacía invariablemente
cuando tenía que tomar alguna decisión potencialmente
impopular. Para las fáciles siempre utilizaba el «yo». Cuando necesitaba
una muleta, y sobre todo cuando necesitaba a alguien a quien echar la
culpa, ampliaba el proceso de toma de decisiones e incluía a Critz, que
llevaba cuarenta años cargando con la culpa y, aunque no cabía duda
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de que estaba acostumbrado, era evidente que ya estaba cansado.
–Muy probablemente no estaríamos ahora aquí de no haber sido por
Joel Backman.
–Puede que tengas razón –dijo el presidente.
Siempre había afirmado que debía su elección a su brillante y carismática
personalidad para organizar campañas, a su impresionante comprensión
de las cuestiones y a su clara visión de Estados Unidos. El
hecho de tener que reconocer finalmente que le debía algo a Joel
Backman resultaba casi sorprendente.
Pero Critz era demasiado insensible y estaba demasiado cansado para
sorprenderse.
Seis años antes el escándalo Backman había arrastrado a buena parte
de Washington y, al final, salpicado la Casa Blanca. Una nube se cernió
sobre un presidente popular y le allanó el camino a Arthur Morgan hacia
la presidencia.
Ahora, saliendo a trompicones, Morgan saboreaba la idea de propinarle
un arbitrario tortazo en la cara al establishment de Washington
que se había pasado cuatro años ninguneándolo. El indulto para Joel
Backman sacudiría los muros de todos los edificios comerciales del distrito
de Columbia y el escándalo de la prensa provocaría una conmoción
de colosales proporciones. A Morgan le gustaba la idea. Mientras él tomaba
el sol en Barbados, la ciudad volvería a quedarse atascada una
vez más, los congresistas exigirían la celebración de vistas, los fiscales
actuarían ante las cámaras y los insoportables bustos parlantes escupirían
su verborrea en los noticiarios por cable.
El presidente sonrió, contemplando la oscuridad.
En el puente Arlington Memorial sobre el río Potomac Hoby volvió a
llenar de té verde la taza de papel del director.
–Gracias –dijo Teddy en voz baja–. ¿Qué hará nuestro chico mañana
cuando abandone el cargo? –preguntó.
–Huirá del país.
–Hubiese tenido que irse antes.
–Tiene previsto pasar un mes en el Caribe lamiéndose las heridas,
ajeno al mundo, haciendo pucheros y esperando a que alguien le demuestre
un poco de interés.
–¿Y la señora Morgan?
–Ya está otra vez en Delaware jugando al bridge.
–¿Se van a separar?
–Si él no es tonto. ¿Quién sabe?
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Teddy tomó cuidadosamente un sorbo de té.
–Bueno pues, ¿cuál será nuestra influencia en caso de que Morgan
oponga resistencia?
–No creo que la oponga. Las conversaciones preliminares han ido
muy bien. Parece que Critz acepta la idea. Ahora comprende las cosas
mucho mejor que Morgan. Critz sabe que jamás habrían visto el Despacho
Oval de no ser por el escándalo Backman.
–Pero, repito, ¿qué influencia podemos ejercer en caso de que se resista?
–Ninguna, en realidad. Es idiota, pero honrado.
Abandonaron la avenida Constitución para enfilar la calle Dieciocho y
cruzaron enseguida la puerta este de la Casa Blanca. Unos hombres
armados con metralletas aparecieron en la oscuridad y poco después
los agentes del Servicio Secreto con sus trincheras negras detuvieron la
furgoneta. Se utilizaron unas palabras en clave, las radios chirriaron y,
en cuestión de minutos, Teddy fue sacado de la furgoneta. Una vez
dentro, un registro superficial de su silla de ruedas reveló tan sólo a un
arropado y lisiado anciano.
Artie, sin la Heineken y una vez más sin llamar, asomó la cabeza por
la puerta y anunció:
–Aquí está Maynard.
–O sea que está vivo –dijo el presidente.
–Por los pelos.
–Pues que lo hagan pasar.
Hoby y un agente llamado Priddy siguieron a la silla de ruedas hasta
el interior del Despacho Oval. El presidente y Critz saludaron a sus
huéspedes y los acompañaron a la zona de los asientos, ante la chimenea.
Aunque Maynard evitaba la Casa Blanca, Priddy vivía prácticamente
allí e informaba cada mañana al presidente acerca de cuestiones relacionadas
con el servicio de espionaje.
Mientras se acomodaban, Teddy miró a su alrededor como si buscara
micrófonos ocultos y dispositivos de escucha. Estaba casi seguro de que
no había ninguno; aquella práctica se había terminado con el Watergate.
Nixon había mandado instalar en la Casa Blanca suficientes alambres
como para controlar a una pequeña ciudad, pero, como es natural,
lo había pagado muy caro. Teddy, en cambio, estaba bien controlado.
Cuidadosamente oculta encima del eje de su silla de ruedas, a pocos
centímetros por debajo de su asiento, había una potente grabadora que
captaría todos los sonidos emitidos en el transcurso de los siguientes
treinta minutos.
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Trató de mirar con una sonrisa al presidente Morgan, pero, en realidad,
hubiese querido decirle algo así como: «Sin duda es usted el político
más limitado que jamás he conocido. Sólo en Estados Unidos un imbécil
como usted habría podido llegar a la cumbre.»
El presidente Morgan miró con una sonrisa a Teddy Maynard, pero, en
realidad, hubiese querido decirle algo así como: «Le habría tenido que
despedir hace cuatro años. Su agencia ha sido un constante motivo de
vergüenza para este país.»
Teddy: «Me sorprendió que ganara en un solo estado, aunque fuera
por diecisiete votos.»
Morgan: «No sería usted capaz de encontrar a un terrorista ni siquiera
aunque se anunciara en un tablón de anuncios.»
Teddy: «Que le vaya bien la pesca. Pescará todavía menos truchas
que votos.»
Morgan: «¿Por qué no se murió de una puñetera vez tal como todo el
mundo me prometió que iba a hacer?»
Teddy: «Los presidentes van y vienen, pero yo nunca me voy.»
Morgan: «Fue Critz quien quiso mantenerle en el cargo. Agradézcaselo
a él. Yo quería pegarle la patada a las dos semanas del comienzo de
mi mandato.»
Critz preguntó en voz alta:
–¿Alguien quiere café?
–No –contestó Teddy y, en cuanto lo hubo dicho, Hoby y Priddy declinaron
también el ofrecimiento.
Y, puesto que la CIA no quería café, el presidente Morgan dijo:
–Sí, solo y con dos terrones.
Critz le hizo una seña con la cabeza a un secretario que esperaba junto
a una puerta lateral entornada. Se volvió hacia los reunidos diciendo:
–No disponemos de mucho tiempo.
Teddy se apresuró a contestar:
–Estoy aquí para discutir la cuestión de Joel Backman.
–Sí, por eso está usted aquí –dijo el presidente.
–Tal como usted sabe –añadió Teddy casi ignorando al presidente, el
señor Backman ingresó en prisión sin decir ni una palabra. Sigue conservando
unos secretos que, francamente, podrían poner en un apuro
la seguridad nacional.
–No se le puede matar –terció Critz.
–No podemos colocar en la diana a ciudadanos norteamericanos, señor
Critz. Va en contra de la ley. Preferimos que lo haga otro.
–No le entiendo –dijo el presidente.
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–Este es el plan. Si usted concede el indulto al señor Backman y él
acepta el indulto, lo sacaremos del país en cuestión de unas horas.
Tendrá que acceder a pasarse el resto de su vida escondido. Eso no
tendría que suponer ningún problema porque hay varias personas que
quisieran verle muerto y él lo sabe. Lo recolocaremos en un país extranjero,
probablemente en Europa, donde nos será más fácil vigilarlo.
Dispondrá de una nueva identidad. Será un hombre libre y, con el tiempo,
la gente se olvidará de Joel Backman.
–Eso no es el fin de la historia –dijo Critz.
–No. Esperaremos, puede que un año, filtraremos la noticia en los lugares
apropiados. Localizarán al señor Backman y lo liquidarán y, cuando
lo hagan, muchas de nuestras preguntas quedarán contestadas.
Una prolongada pausa mientras Teddy miraba a Critz y después al
presidente. Cuando tuvo la certeza de que ambos estaban absolutamente
desconcertados, siguió adelante.
–Es un plan muy sencillo, caballeros. Es simplemente cuestión de
quién lo mata.
–¿O sea que usted lo controlará?
–Muy de cerca.
–¿Quién lo persigue? –preguntó el presidente.
Teddy volvió a juntar las venosas manos, se echó un poco hacia atrás
y después miró hacia abajo desde su larga nariz como un maestro de
escuela que se estuviera dirigiendo a sus párvulos de tercer grado.
–Tal vez los rusos, los chinos, quizá los israelíes. Podría haber otros.
Por supuesto que había otros, pero nadie esperaba que Teddy revelara
todo lo que sabía. Jamás lo había hecho y jamás lo haría, independientemente
de quién fuera el presidente y del tiempo que éste hubiera
pasado en el Despacho Oval. Iban y venían, algunos duraban cuatro
años, otros ocho. A algunos les encantaba el espionaje, otros sólo se
preocupaban por las últimas encuestas. Morgan se había mostrado particularmente
inepto en política exterior y, habida cuenta de las pocas
horas que le quedaban en la Administración, estaba claro que Teddy no
iba a divulgar más que lo necesario para conseguir el indulto.
–¿Y por qué razón iba Backman a aceptar semejante acuerdo? –
preguntó Critz.
–Puede que no lo acepte –contestó Teddy–. Pero lleva seis años en
una celda de aislamiento. Eso son veinticuatro horas al día en una diminuta
celda. Una hora de sol. Tres duchas semanales. Mala comida...
dicen que ha perdido veinticinco kilos. Tengo entendido que no anda
muy bien de salud.
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Dos meses antes, después de la arrolladora victoria del aspirante,
Teddy Maynard había elaborado el plan de aquel indulto y tirado de alguno
de sus muchos hilos: las condiciones de aislamiento de Backman
habían empeorado considerablemente. Habían bajado casi cuatro grados
la temperatura de la celda y llevaba un mes tosiendo sin parar. Su
comida, más bien insulsa, se procesaba por segunda vez y se la servían
fría. Se pasaban la mitad del tiempo echando el agua de su retrete. Los
vigilantes lo despertaban a todas horas de la noche. Le habían recortado
los privilegios telefónicos. Se le había prohibido de repente el acceso
a la biblioteca jurídica que utilizaba dos veces por semana. Backman,
que era abogado, conocía sus derechos y amenazaba con toda clase de
denuncias contra la cárcel y el Gobierno, pero aún no había presentado
ninguna. La lucha se estaba cobrando su tributo. Pedía pastillas para
dormir y Prozac.
–¿Quiere que indulte a Joel Backman para que usted pueda organizar
su asesinato? –preguntó el presidente.
–Sí –contestó Teddy sin andarse con rodeos–. Aunque, en realidad,
no lo organizaremos.
–Pero ocurrirá.
–Sí.
–¿Y su muerte redundará en interés de nuestra seguridad nacional?
–Estoy firmemente convencido de ello.
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El ala de aislamiento del Penal Federal de Rudley disponía de cuarenta
celdas idénticas de unos tres metros y medio cuadrados, sin ventanas
ni barrotes, con suelo de hormigón pintado de verde, paredes de
ladrillo de cenizas y una sólida puerta metálica con una estrecha ranura
en la parte inferior para las bandejas de la comida y una pequeña mirilla
para que los guardias echaran un vistazo de vez en cuando. El ala
estaba llena de confidentes del Gobierno, soplones relacionados con el
narcotráfico, mafiosos inadaptados, un par de espías, hombres que necesitaban
permanecer encerrados porque en casa había mucha gente
gustosamente dispuesta a cortarles la garganta. Casi todos los cuarenta
reclusos que permanecían en régimen de arresto protegido habían pedido
estar en el ala A.
Joel Backman intentaba dormir cuando dos guardias abrieron ruidosamente
su puerta y encendieron la luz.
–El director quiere verle –dijo uno de ellos, sin más explicaciones.
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Cruzaron en silencio la gélida pradera de Oklahoma en una furgoneta
de la prisión, pasando por delante de otros edificios que albergaban a
delincuentes menos seguros hasta llegar al edificio de la administración.
Backman, esposado sin ningún motivo aparente, fue conducido a toda
prisa al interior y después le hicieron subir dos tramos de escalera y bajar
por un largo pasillo hasta un espacioso despacho donde las luces
permanecían encendidas y algo importante estaba ocurriendo. Vio un
reloj en la pared; eran casi las once de la noche.
Jamás había visto al director, lo cual no era insólito. Por muchas y
buenas razones el director no se dejaba ver demasiado. No se presentaba
candidato a ningún cargo y no tenía el menor interés en motivar a
sus tropas. Lo acompañaban otros tres hombres de aspecto muy serio
que llevaban un rato conversando. A pesar de que el tabaco estaba rigurosamente
prohibido en los despachos del Gobierno de Estados Unidos,
había un cenicero lleno y una densa niebla se elevaba casi hasta el
techo.
El director dijo sin preámbulos:
–Siéntese allí, señor Backman.
–Encantado de conocerle –dijo Backman, mirando a los otros hombres
presentes en la estancia–. ¿Por qué estoy aquí exactamente?
–A eso vamos.
–¿Podría, por favor, quitarme estas esposas? Le prometo no matar a
nadie.
El director chasqueó los dedos en dirección a uno de los guardias, que
sacó rápidamente una llave y liberó a Backman. A continuación, el
guardia salió a toda prisa de la habitación con un ruidoso portazo, para
disgusto del director, que era un hombre muy nervioso.
–Éste es el agente especial Adair del FBI –dijo, señalándolo–. Este es
el señor Knabe del Departamento de Justicia. Y éste es el señor Sizemore,
también de Washington.
Ninguno de los tres hizo ademán alguno de acercarse a Backman, que
permanecía todavía de pie completamente perplejo. Los saludó con una
inclinación de cabeza en un parco intento de ser educado. Sus esfuerzos
no fueron correspondidos.
–Siéntese, por favor –dijo el director, y Backman, finalmente, se sentó–.
Gracias. Como usted sabe, señor Backman, un nuevo presidente
está a punto de jurar su cargo. El presidente Morgan está listo para
marcharse. Ahora mismo se encuentra en el Despacho Oval, estudiando
la decisión de concederle a usted el pleno indulto.
Backman experimentó de repente un violento acceso de tos, provocado
en parte por la temperatura casi polar de su celda y en parte por el
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sobresalto de la palabra «indulto».
El señor Knabe del Departamento de Justicia le ofreció una botella de
agua cuyo contenido él se bebió mojándose la barbilla hasta que, finalmente,
consiguió dominar la tos.
–¿Un indulto? –preguntó en un susurro.
–Un pleno indulto con ciertos beneficios adicionales.
–Pero ¿por qué?
–El porqué no lo sé, señor Backman, mi misión no consiste en comprender
lo que ocurre. Yo soy simplemente el mensajero.
El señor Sizemore, presentado simplemente como «de Washington»,
sin título o cargo añadido, dijo:
–Es un trato, señor Backman. A cambio de un pleno indulto, deberá
usted acceder a abandonar el país para jamás regresar y vivir con una
nueva identidad en un lugar donde nadie le pueda encontrar.
«Ningún problema», pensó Backman. No quería que lo encontraran.
–Pero ¿por qué? –volvió a preguntar.
La botella de agua que sostenía en la mano izquierda temblaba visiblemente.
Mientras la veía temblar, el señor Sizemore de Washington estudió a
Joel Backman de la cabeza a los pies, desde su cabello gris casi rapado
hasta sus viejas zapatillas de atletismo baratas, con los calcetines negros
de la cárcel, y no pudo por menos que recordar la imagen de aquel
hombre en su vida anterior. Le vino a la mente la portada de una revista.
Una sofisticada fotografía de Joel Backman con un traje negro italiano
de corte impecable, cuidado al detalle y mirando a la cámara con
tanta vanidad como cupiera imaginar. Su cabello era entonces más largo
y oscuro, el hermoso rostro terso y sin arrugas, la cintura ancha
hablaba de muchos almuerzos de poder y de cenas de cuatro horas de
duración. Le encantaban la comida, las mujeres y los automóviles deportivos.
Tenía un jet privado, un yate y un puesto en Vail, de todo lo
cual siempre estaba dispuesto a presumir. El llamativo titular por encima
de su cabeza decía:
EL INTERMEDIARIO: ¿ES EL SEGUNDO HOMBRE
MÁS PODEROSO DE WASHINGTON?
La revista se encontraba en la cartera de documentos del señor Sizemore
junto con una abultada carpeta acerca de Joel Backman. Le
había echado un vistazo durante el vuelo de Washington a Tulsa.
Según el artículo de la revista, los ingresos del intermediario supera16
ban al parecer los diez millones de dólares anuales, si bien el entrevistado
se había mostrado más bien parco al respecto con el reportero. En
el bufete jurídico que había fundado trabajaban doscientos abogados,
un número más bien reducido para Washington, pero era sin duda el
más poderoso en los círculos políticos: una máquina de fabricación de
lobbys, no un lugar donde unos auténticos abogados ejercieran su profesión.
Más bien una especie de burdel para poderosas empresas y Gobiernos
extranjeros.
«Oh, cómo han caído los poderosos», pensó en su fuero interno el
señor Sizemore mientras contemplaba el temblor de la botella.
–No lo entiendo –acertó a musitar Backman.
–Y nosotros no tenemos tiempo de explicárselo –dijo el señor Sizemore–.
Es un trato rápido, señor Backman. Por desgracia, no dispone usted
de tiempo para pensarlo. Se le exige que tome una decisión inmediata.
Sí o no. ¿Quiere quedarse aquí o quiere vivir con otro nombre en
la otra punta del mundo?
–¿Dónde?
–No sabemos dónde, pero ya lo pensaremos.
–¿Estaré seguro?
–Sólo usted puede responder a la pregunta, señor Backman.
Mientras el señor Backman reflexionaba acerca de su propia pregunta,
su temblor se intensificó.
–¿Cuándo me iré? –preguntó muy despacio. Su voz había recuperado
momentáneamente la fuerza, pero otro violento acceso de tos acechaba.
–Inmediatamente –contestó el señor Sizemore, el cual se había hecho
con el control de la reunión, relegando al director, al FBI y al Departamento
de Justicia al papel de simples espectadores.
–¿Quiere decir ahora mismo?
–Ya no regresará a su celda.
–¡Joder! –exclamó Backman, y los demás no pudieron por menos que
sonreír.
–Hay un guardia esperando junto a su celda –dijo el director–. Él le
traerá lo que usted quiera.
–Siempre hay un guardia esperando junto a mi celda –le replicó
Backman al director–. Si es ese pequeño y sádico hijo de puta de Sloan,
díganle que se corte las muñecas con mis cuchillas de afeitar.
Todos tragaron saliva y esperaron a que las palabras escaparan por
los respiraderos de la calefacción, pero cortaron el contaminado aire y
resonaron un instante en la habitación.
El señor Sizemore carraspeó, desplazó el peso del cuerpo de la posa17
dera izquierda a la derecha y dijo:
–Hay unos caballeros esperando en el Despacho Oval, señor Backman.
¿Va usted a aceptar el trato?
–¿El presidente me está esperando a mí?
–Se podría decir que sí.
–Está en deuda conmigo. Yo lo coloqué allí.
–No es el momento de hablar de estas cuestiones, señor Backman –
dijo serenamente el señor Sizemore.
–¿Acaso me devuelve el favor?
–Ignoro lo que piensa el presidente.
–Da por sentado que es capaz de pensar.
–Voy a llamar y a decirles que la respuesta es no.
–Espere.
Backman apuró el contenido de la botella de agua y pidió otra. Se secó
la boca con la manga y después dijo:
–¿Es algo así como un programa de protección de testigos o algo por
el estilo?
–No es un programa oficial, señor Backman. Pero, de vez en cuando,
nos hace falta ocultar a la gente.
–¿Con cuánta frecuencia pierden a alguien?
–No con mucha.
–¿No con mucha? O sea que no hay garantía de que yo vaya a estar a
salvo.
–No hay nada garantizado. Pero sus posibilidades son muy buenas.
Backman miró al director y le preguntó:
–¿Cuántos años me quedan aquí, Lester?
Lester regresó bruscamente a la conversación. Nadie le llamaba Lester,
un nombre que él aborrecía y evitaba. La placa con el nombre que
figuraba en su escritorio ponía «L. Howard Cass».
–Catorce años, y podría dirigirse a mí como director Cass.
–Cass un cuerno. Lo más probable es que muera dentro de tres. Una
combinación de desnutrición, hipotermia y cuidados sanitarios negligentes
se encargarían de ello. Aquí Lester gobierna muy bien el barco, chicos.
–¿Podríamos continuar? –preguntó el señor Sizemore.
–Por supuesto que acepto el trato –dijo Backman–. ¿Qué necio no lo
haría?
Al final, el señor Knabe del Departamento de Justicia se movió. Abrió
una cartera de documentos diciendo:
–Aquí está la documentación.
–¿Para quién trabaja? –le preguntó Backman al señor Sizemore.
18
–Para el presidente de Estados Unidos.
–Bien, dígale que no voté por él porque estaba en chirona. Pero lo
habría hecho sin duda de haber tenido la ocasión. Y dígale que le he
dado las gracias, ¿de acuerdo?
–Por supuesto.
Hoby llenó otra taza de té verde, ahora sin teína porque ya era casi
medianoche, y se la entregó a Teddy, que, envuelto en una manta,
contemplaba el tráfico que tenían a su espalda. Se encontraban en la
avenida Constitución, saliendo de la ciudad, muy cerca del puente Roosevelt.
El viejo tomó un sorbo y dijo:
–Morgan es demasiado estúpido como para vender indultos. Pero el
que me preocupa es Critz.
–Hay una nueva cuenta en la isla de Nevis –dijo Hoby–. Apareció
hace un par de semanas, abierta por una oscura empresa propiedad de
Floyd Dunlap.
–¿Y ése quién es?
–Uno de los recaudadores de fondos de Morgan.
–¿Por qué Nevis?
–Es el lugar más en boga actualmente para las actividades offshore.
–¿Y la tenemos cubierta?
–Por todas partes. Cualquier transferencia debería tener lugar en las
próximas cuarenta y ocho horas.
Teddy asintió levemente con la cabeza y miró a su izquierda para
echar un vistazo parcial al centro Kennedy.
–¿Dónde está Backman?
–Está abandonando la prisión.
Teddy sonrió y tomó un sorbo de té. Cruzaron el puente en silencio y,
cuando el Potomac estuvo a su espalda, preguntó finalmente:
–¿Quién se lo cargará?
–¿Importa eso realmente?
–No, por supuesto. Pero resultará muy agradable contemplar la contienda.
Vestido con un uniforme militar muy gastado pero almidonado y planchado,
con todas las aplicaciones y las placas eliminadas, unas relucientes
botas negras de combate y una gruesa parka de la Marina con capucha,
que él se colocó cuidadosamente alrededor de la cabeza, Joel
Backman salió del Penal Federal de Rudley cinco minutos después de
medianoche, catorce años antes de lo debido. Había permanecido seis
años allí en una celda de aislamiento y, al salir, llevaba consigo una pe19
queña bolsa de lona con unos cuantos libros y algunas fotografías. No
miró atrás.
Tenía cincuenta y dos años, estaba divorciado y sin un céntimo, totalmente
distanciado de dos de sus tres hijos. Todos los amigos le habían
olvidado. Ninguno se había molestado en mantener una correspondencia
después del primer año de su reclusión. Una antigua novia, una
de las incontables secretarias a las que había perseguido por sus elegantes
despachos, le había escrito durante diez meses hasta que el
Washington Post publicó que el FBI había llegado a la conclusión de que
no era probable que Joel Backman hubiera defraudado a su bufete y a
sus clientes millones de dólares como inicialmente se había rumoreado.
¿Quién quiere cartearse con un abogado arruinado y convicto? Con
uno rico, tal vez…
Su madre le escribía de vez en cuando, pero tenía noventa y un años
y vivía en una residencia para personas con pocos recursos cerca de
Oakland. Cada carta que recibía de ella le daba la impresión de que iba
a ser la última. Él le escribía una vez a la semana, pero dudaba de que
ella pudiera leer algo y estaba casi seguro de que nadie del personal
tenía tiempo ni interés en leérselo. Ella siempre le decía «gracias por la
carta», pero jamás le mencionaba lo que él le comentaba. Le enviaba
postales en las ocasiones especiales. En una de sus cartas ella le había
confesado que nadie más se acordaba de su cumpleaños.
Las botas pesaban mucho. Mientras avanzaba por la acera se dio
cuenta de que se había pasado casi los seis años anteriores en calcetines
y sin zapatos. Qué cosas tan curiosas piensa uno cuando lo sueltan
sin previo aviso. ¿Cuándo había sido la última vez que calzó botas? ¿Y
cuándo se podría librar de las muy condenadas?
Se detuvo un segundo y miró al cielo. Durante una hora diaria le
habían permitido pasear por un pequeño patio de hierba en el exterior
de su ala de la prisión. Siempre solo, siempre vigilado por un guardia,
como si él, Joel Backman, un antiguo abogado que jamás en su vida
había disparado un arma de fuego en un acceso de furia, fuera a convertirse
de repente en un personaje peligroso y causar algún daño a alguien.
El «jardín» estaba rodeado por una valla de tres metros de altura
de tela metálica rematada por alambre de púas. Más allá había un
canal de desagüe vacío y, más allá todavía, una interminable pradera
sin árboles que debía de llegar hasta Tejas.
El señor Sizemore y el agente Adair eran sus escoltas. Lo acompañaron
a un utilitario deportivo de color verde oscuro que, a pesar de no
llevar identificación, proclamaba a gritos su condición de «propiedad estatal
». Joel ocupó el asiento de atrás y se puso a rezar. Cerró fuerte20
mente los ojos, apretó los dientes y le pidió a Dios que, por favor, permitiera
que el motor se pusiera en marcha, las ruedas se movieran, las
puertas se abrieran y la documentación estuviera en regla. «Por favor,
Dios mío, no me gastes bromas crueles. ¡Que esto no sea un sueño, por
favor, Dios mío!»
Veinte minutos más tarde, Sizemore fue el primero en hablar.
–Por cierto, señor Backman, ¿tiene usted apetito?
El señor Backman había dejado de rezar y se había puesto a llorar. El
vehículo se había estado moviendo con regularidad, pero él no había
abierto los ojos. Permanecía tumbado en el asiento trasero ruchando infructuosamente
con sus emociones.
–Desde luego que sí –contestó.
Se incorporó y miró afuera. Iban por una carretera interestatal. Pasaron
junto a un cartel de señalización verde que decía: SALIDA PERRY.
Se detuvieron en el estacionamiento de una casa especializada en tortitas,
a menos de cuatrocientos metros de la interestatal. A lo lejos,
grandes camiones circulaban penosamente a toda potencia de sus motores
diesel. Joel los contempló un segundo y prestó atención. Levantó
de nuevo los ojos y vio una media luna.
–¿Tenemos prisa? –preguntó Sizemore mientras entraban en el restaurante.
–Vamos bien de horario –fue la respuesta.
Se sentaron alrededor de una mesa cerca de la ventana de la fachada
mientras Joel miraba hacia el exterior. Pidió una torrija impregnada de
huevo y leche con fruta, nada muy sustancioso, pues temía que su
cuerpo estuviera demasiado acostumbrado a las bazofias con que se
había alimentado hasta entonces.
La conversación fue muy escasa; los dos chicos del Gobierno estaban
programados para decir muy poco y eran incapaces de mantener una
conversación intrascendente. Y a Joel no le apetecía oír lo que pudieran
decirle.
Trató de no sonreír. Sizemore informaría más tarde de que Backman
miraba ocasionalmente hacia la puerta y parecía observar detenidamente
a los demás clientes. No parecía asustado, muy al contrario. A
medida que transcurrían los minutos y disminuía el sobresalto, pareció
que se adaptaba rápidamente y se animaba un tanto. Devoró dos raciones
de torrijas y se bebió cuatro tazas de café solo.
Pocos minutos después de las cuatro de la madrugada cruzaron la
verja de Fort Summit, cerca de Brinkley, Tejas. Backman fue conducido
21
al hospital de la base y examinado por dos médicos. Exceptuando un
resfriado, la tos y la extrema delgadez, no estaba en mala forma. Después
fue acompañado a un hangar donde le presentaron al coronel
Gantner, el cual se convirtió de inmediato en su mejor amigo. Siguiendo
las instrucciones de Gantner y bajo su estrecha supervisión, Joel se
cambió de ropa y se puso un mono verde de paracaidista del Ejército
con el apellido HERZOG estampado en el bolsillo derecho.
–¿Ése soy yo? –preguntó Joel, contemplando el apellido.
–Durante las próximas cuarenta y ocho horas –contestó Gantner.
–¿Y mi graduación?
–Comandante.
–No está mal. |
En algún momento, durante aquellas sucintas instrucciones, el señor
Sizemore de Washington y el agente Adair se marcharon y Joel Backman
jamás los volvió a ver.
Con las primeras luces del alba, Joel cruzó la escotilla posterior de un
C–130 de carga y siguió a Gantner hasta un pequeño cuarto de literas
del nivel superior donde otros seis soldados se estaban preparando para
un largo vuelo.
–Ocupe esta litera –le dijo Gantner, indicándole una próxima al suelo.
–¿Puedo preguntar adonde vamos? –dijo Joel en voz baja.
–Puede, pero yo no le puedo contestar.
–Simple curiosidad.
–Le informaré cuando aterricemos.
–¿Y eso cuándo será?
–Dentro de unas catorce horas.
Sin ninguna ventanilla para distraerse, Joel se tumbó en la litera, se
cubrió la cabeza con una manta y ya roncaba cuando despegaron.
3
Critz durmió unas cuantas horas y salió de casa mucho antes de que
empezara el jaleo del comienzo del nuevo mandato. Poco después del
amanecer, él y su esposa fueron trasladados a Londres en uno de los
muchos jets privados de su nuevo patrón. Tendría que pasarse dos semanas
allí y después regresar al torbellino del Cinturón, en calidad de
nuevo e influyente representante de lobbys y participar en un juego
muy antiguo. Aborrecía la idea. Se había pasado años viendo cómo los
perdedores políticos cruzaban la calle e iniciaban nuevas carreras ejerciendo
presión sobre sus antiguos compañeros y vendiendo su alma a
22
quienquiera que tuviera dinero suficiente para pagar cualquier influencia
que ellos alegaran tener. Era una actividad repugnante. Estaba harto
de la vida política, pero, por desgracia, no sabía hacer otra cosa.
Pronunciaría algunos discursos, quizás escribiera un libro, se pasaría
unos cuantos años esperando que alguien se acordara de él. Pero Critz
sabía con cuánta rapidez se olvida en Washington a los otrora poderosos.
El presidente Morgan y el director Maynard habían acordado aplazar
el caso Backman veinticuatro horas pasada la hora del inicio del mandato.
A Morgan no le importaba; estaría en Barbados. En cambio, Critz no
se sentía vinculado por ningún acuerdo y tanto menos con un personaje
como Teddy Maynard.
Después de una larga cena regada con mucho vino, hacia las dos de
la madrugada en Londres, llamó a un corresponsal de la CBS en la Casa
Blanca y le reveló en secreto los datos esenciales del indulto de Backman.
Tal como había previsto, la CBS dio a conocer la historia en su
programa de chismorreos de primera hora y, antes de las ocho de la
mañana, la noticia ya se había propagado como un rayo por todo el distrito
de Columbia.
¡Joel Backman había recibido un pleno indulto incondicional en el último
momento!
Se ignoraban los detalles de su liberación. Lo último que se sabía de
él era que permanecía en una cárcel de máxima seguridad de Oklahoma.
En una ciudad ya de por sí crispada, el día comenzó con la irrupción
del indulto en escena y el primer día de ocupación efectiva del cargo de
un nuevo presidente.
El depauperado bufete jurídico Pratt & Bolling se encontraba en la
avenida Massachusetts, a cuatro manzanas al norte de Dupont Circle;
no era una mala ubicación, aunque no se parecía ni de lejos a su antigua
sede de la avenida Nueva York. Unos cuantos años antes, cuando
Joel Backman estaba al mando –y entonces el bufete se llamaba Backman,
Pratt & Bolling–, éste había insistido en pagar el alquiler más alto
de la ciudad para permanecer de pie delante de los enormes ventanales
de su amplio despacho del octavo piso y contemplar la Casa Blanca
desde arriba.
La Casa Blanca ya no se veía por ninguna parte; no había lujosos
despachos con vistas impresionantes; el edificio tenía tres pisos en lugar
de ocho. Y de los doscientos abogados generosamente remunera23
dos quedaban aproximadamente treinta que a duras penas ganaban para
vivir.
La primera quiebra –conocida en los despachos como Backman I,–
había diezmado la firma, pero también había conseguido salvar milagrosamente
de la cárcel a sus socios. La Backman II se había debido a
tres años de encarnizadas luchas internas y pleitos entre los supervivientes.
Los competidores del bufete gustaban de comentar que Pratt
& Bolling se pasaba más tiempo demandándose a sí mismo que a aquellos
a quienes lo contrataban para que demandara. Pero a primera hora
de aquella mañana los competidores se mostraban muy tranquilos. Joel
Backman era un hombre libre. El intermediario estaba suelto. ¿Protagonizaría
un regreso? ¿Volvería a Washington? ¿Sería cierto todo aquello?
Seguramente no.
Kim Bolling se encontraba en aquellos momentos internado en un
centro de desintoxicación alcohólica y desde allí sería enviado directamente
a una clínica mental privada donde pasaría muchos años. La insoportable
tensión de los últimos seis años lo había llevado al borde del
abismo, hasta un punto sin retorno. La tarea de afrontar la última pesadilla
de Joel Backman cayó sobre las anchas espaldas de Cari Pratt.
Pratt había sido el que veintidós años antes había pronunciado el fatídico
«de acuerdo» cuando Backman le había propuesto la boda entre
sus dos pequeños bufetes. Pratt había sido el que se había pasado dieciséis
años trabajando duramente para limpiar la basura que Backman
dejaba a su espalda mientras el bufete se ampliaba y los honorarios
crecían como la espuma y todos los límites éticos se difuminaban hasta
el extremo de resultar irreconocibles. Pratt había sido el que había luchado
semanalmente con su socio, pero que, con el tiempo, había
aprendido a gozar de los frutos de su enorme éxito.
Y había sido Pratt el que tan cerca había estado de una demanda federal
poco antes de que Joel Backman asumiera heroicamente la culpa
en nombre de todos. El acuerdo de Backman entre el fiscal y su defensa,
un acuerdo que exculpaba a todos los demás socios del bufete, exigía
una multa de diez millones de dólares que fue la causa directa de la
primera quiebra, la Backman I. Pero una quiebra era mejor que la cárcel,
se recordaba Pratt a sí mismo casi a diario.
Aquella mañana a primera hora empezó a pasear por su modesto
despacho, murmurando para sus adentros mientras trataba desesperadamente
de creer que la noticia simplemente no era cierta. De pie delante
de su pequeña ventana que daba al edificio de ladrillo gris de la
24
puerta de al lado, se preguntó cómo era posible que ocurriera tal cosa.
¿Cómo era posible que un antiguo abogado/intermediario arruinado,
expulsado del colegio de abogados y totalmente desacreditado convenciera
a un presidente a punto de finalizar su mandato de que le concediera
un indulto en el último momento?
Sin embargo, reconocía Pratt, si alguien en el mundo era capaz de
obrar semejante milagro, ése era Joel Backman.
Pratt se pasó unos minutos al teléfono, echando mano de su amplia
red de soplones y sabelotodos. Un antiguo amigo que había conseguido
sobrevivir en el Departamento de la Presidencia bajo cuatro presidentes
–dos de cada partido– le había confirmado finalmente la verdad.
–¿Dónde está? –preguntó Pratt en tono apremiante, como si Backman
pudiera resucitar de un momento a otro en el distrito de Columbia.
–Nadie lo sabe –fue la respuesta.
Pratt cerró la puerta y reprimió el impulso de abrir la botella de vodka
del despacho. Tenía cuarenta y nueve años cuando su socio había sido
enviado a prisión para cumplir una condena de veinte sin libertad condicional,
y a menudo se preguntaba qué haría cuando tuviera sesenta y
uno y Backman saliera de la cárcel. En aquel momento, Pratt tenía la
sensación de haber sido víctima de una estafa de catorce años.
La sala de justicia estaba tan abarrotada de gente que el juez aplazó
dos horas la vista para que se pudiera organizar y atender en cierto
modo la demanda de asientos. Todas las agencias importantes de noticias
del país exigían un lugar para sentarse o permanecer de pie. Numerosos
peces gordos del Departamento de Justicia, el FBI, el Pentágono,
la CIA, la NSA, la Casa Blanca y la Colina del Capitolio, sede del
Congreso de Estados Unidos, querían un asiento porque según ellos
cumplirían mejor sus objetivos si presenciaban el linchamiento de Joel
Backman. Cuando el acusado apareció finalmente en la tensa sala, la
gente se quedó repentinamente helada y el único sonido fue el del taquígrafo
de actas preparando su máquina.
Backman fue acompañado a la mesa de la defensa; su pequeño ejército
de abogados se apretujó a su alrededor como si esperara balas
procedentes de la galería. Un tiroteo no hubiera constituido ninguna
sorpresa, si bien los servicios de seguridad consideraban el riesgo muy
inferior al de una visita presidencial. En primera fila, directamente detrás
de la mesa de la defensa, se sentaban Cari Pratt y aproximadamente
media docena de socios o desde hacía poco antiguos socios del
señor Backman. Todos ellos habían sido registrados exhaustivamente y
con razón. A pesar de que odiaban con toda su alma a aquel hombre,
25
no tenían más remedio que ser partidarios suyos. Si su acuerdo entre el
fiscal y la defensa no prosperaba a causa de un contratiempo de última
hora, volverían a convertirse en piezas de caza y no tardarían en tener
que afrontar desagradables juicios.
Por lo menos estaban sentados en la primera fila, entre el público, y
no junto a la mesa de la defensa, donde estaban los timadores. Por lo
menos estaban vivos. Ocho días antes, Jacy Hubbard, uno de sus socios
estrella, había sido hallado muerto en el cementerio de Arlington: un
supuesto suicidio que no convencía a nadie. Hubbard, antiguo senador
por Tejas, había dejado su escaño después de veinticuatro años con el
exclusivo, aunque secreto, propósito de ofrecer su significativa influencia
al mejor postor. Naturalmente, Joel Backman jamás hubiese
permitido que semejante pez gordo se escapara de su red, por lo que él
y el resto de Backman, Pratt & Bolling habían contratado a Hubbard por
un millón de dólares anuales por el simple hecho de que el bueno de
Jacy podía entrar en el Despacho Oval siempre que quisiera.
La muerte de Hubbard había obrado maravillas; a Joel Backman ya
no le cabía duda acerca del punto de vista del Gobierno. El obstáculo
que había retrasado las negociaciones del acuerdo entre el fiscal y la
defensa se había esfumado de repente. Backman no sólo aceptaría la
condena de veinte años sino que lo haría de inmediato. ¡Estaba deseando
que lo sometieran a un régimen de custodia protegida!
El fiscal del Estado era aquel día un alto funcionario del Departamento
de Justicia y, en presencia de un público tan numeroso y prestigioso,
actuó con mucha grandilocuencia. No iba a utilizar una sola palabra pudiendo
utilizar tres; había demasiada gente. Estaba en el escenario: un
insólito momento en una larga carrera más bien aburrida en que todo el
país estaría casualmente viéndole. Con una completa falta de gracia se
lanzó a la lectura a gritos del auto de acusación e inmediatamente quedó
claro que no tenía ningún talento para la interpretación y que carecía
del más mínimo instinto teatral por más que se esforzara. Al cabo de
ocho minutos de soporífero monólogo, el juez, mirando con expresión
adormilada por encima de sus gafas de lectura, dijo:
–¿Sería usted tan amable, señor, de darse un poco de prisa y bajar
además la voz?
Los cargos eran dieciocho y los presuntos delitos iban del espionaje a
la traición. Tras su lectura, Joel Backman quedó absolutamente vilipendiado,
clasificado en la misma categoría que Hitler. Su abogado recordó
inmediatamente al tribunal y a todos los presentes que ningún aspecto
de la acusación se había demostrado, que, de hecho, se trataba de una
26
simple exposición de parte del caso, es decir, del punto de vista absolutamente
parcial del Gobierno acerca de aquellas cuestiones. Explicó que
su cliente se declararía culpable sólo de cuatro de los dieciocho cargos:
tenencia ilícita de documentos militares.
A continuación, el juez leyó el largo acuerdo de culpabilidad y durante
veinte minutos no se dijo nada. Los artistas sentados en la primera fila
dibujaban la escena con frenético entusiasmo, pero sus imágenes no
tenían casi ningún parecido con la realidad.
Oculto en la última fila y sentado entre desconocidos estaba Neal
Backman, el hijo mayor de Joel. En aquel momento seguía siendo un
asociado de Backman, Pratt & Bolling, pero la situación estaba a punto
de cambiar. Contemplaba el procedimiento sumido en un estado de
conmoción, incapaz de creer que su otrora poderoso progenitor estuviera
declarándose culpable y a punto de ser enterrado en el sistema penal
federal.
Al final, el acusado fue acompañado al estrado, donde levantó la mirada
hacia el juez con tanto orgullo como le fue posible. Mientras los
abogados le hablaban en susurros a ambos oídos, se declaró culpable
de los cuatro cargos y fue conducido de nuevo a su asiento. Consiguió
no mirar a los ojos a nadie.
La fecha de la sentencia quedó fijada para el mes siguiente. Mientras
esposaban y se llevaban a Backman, todos los presentes tenían muy
claro que éste no se vería obligado a divulgar sus secretos y que permanecería
efectivamente en la cárcel durante un período de tiempo
prolongado, en cuyo transcurso sus conspiraciones se irían desvaneciendo.
La gente empezó a dispersarse muy despacio. Los reporteros
consiguieron la mitad de la historia que querían. Los grandes hombres
de las agencias se marcharon en silencio... algunos se alegraban de que
los secretos se hubieran protegido y otros estaban furiosos por el hecho
de que se estuvieran ocultando los delitos. Cari Pratt y sus agobiados
socios se dirigieron al bar más próximo.
El primer reportero llamó al despacho poco antes de las nueve de la
mañana. Pratt ya había advertido a su secretaria de que se esperaban
tales llamadas. Debía decir a todos que él estaba ocupado en los tribunales
a causa de cierto asunto muy largo y que era probable que se pasara
varios meses sin regresar al despacho. Las líneas telefónicas no
tardaron en quedar colapsadas y una jornada aparentemente productiva
se fue al traste. Los abogados y los empleados del bufete lo dejaron
27
todo y se pasaron el rato hablando únicamente de la noticia de Backman.
Muchos contemplaban la puerta principal como esperando que el
fantasma regresara a buscarlos.
Solo, detrás de una puerta cerrada, Pratt se tomaba un Bloody Mary
viendo las noticias por cable. Por suerte, un grupo de turistas daneses
había sido secuestrado en Filipinas, de lo contrario Joel Backman hubiese
sido el centro de atención. Pero se estaba acercando al segundo lugar,
pues habían empezado a presentarse en pantalla toda clase de expertos,
maquillados y colocados bajo los focos de los estudios, para
comentar los legendarios pecados de aquel hombre.
Un antiguo jefe del Pentágono calificó el indulto de «golpe potencial a
nuestra seguridad nacional». Un juez federal retirado, que aparentaba
hasta el último de los noventa y tantos años que tenía, lo calificó, como
era de esperar, de «error judicial». Un novato senador de Vermont reconoció
que sabía muy poco acerca del escándalo Backman, pese a lo
cual se mostró encantado de aparecer en directo en la televisión por
cable y dijo que tenía previsto pedir toda clase de investigaciones. Un
funcionario anónimo de la Casa Blanca dijo que el nuevo presidente estaba
«muy molesto» por el indulto y pensaba revisarlo, pero cualquiera
sabía lo que había querido decir con eso.
Y venga y venga. Pratt se preparó otro Bloody Mary.
Lo peor de lo peor, un «corresponsal» –no simplemente un «reportero
»– sacó una nota acerca del senador Hubbard y Pratt tendió la mano
hacia el control remoto. Subió el volumen cuando la pantalla mostró
una fotografía de gran tamaño del rostro de Hubbard. El antiguo senador
había sido encontrado muerto con una bala en la cabeza una semana
antes de que Backman se declarara culpable. Lo que a primera vista
parecía un suicidio fue calificado posteriormente de dudoso a pesar de
que en ningún momento se había identificado a ningún sospechoso. La
pistola carecía de identificación y probablemente era robada.
Hubbard practicaba la caza, pero jamás había utilizado pistola. Los
residuos de pólvora de su mano derecha planteaban dudas. La autopsia
reveló una fuerte concentración de alcohol y barbitúricos en su cuerpo.
El alcohol no era desde luego sorprendente, pero no se sabía que Hubbard
consumiera pastillas. Pocas horas antes se le había visto con una
atractiva joven en un bar de Georgetown, cosa bastante propia de él.
La teoría más extendida era la de que la señora le había introducido
en el cuerpo suficiente cantidad de barbitúricos para dejarlo sin sentido
y después lo había dejado en manos de asesinos profesionales. Éstos lo
habían trasladado a una zona apartada del cementerio de Arlington y le
habían disparado un solo tiro en la cabeza. Su cuerpo descansaba sobre
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la tumba de su hermano, un condecorado héroe del Vietnam. Un detalle
muy bonito, pero quienes le conocían bien decían que raras veces
hablaba de su familia y muchos ignoraban la existencia del hermano
muerto.
La sospecha era que Hubbard había sido asesinado por los mismos
que deseaban pegarle un tiro a Joel Backman. Y durante años Cari Pratt
y Kim Bolling se habían gastado un montón de dinero en guardaespaldas
profesionales por si acaso sus nombres figuraran en la misma lista.
Pero no era así, evidentemente. Los detalles del fatídico acuerdo que
atrapó a Backman y mató a Hubbard los habían elaborado ellos dos y,
con el tiempo, Pratt había suavizado las medidas de seguridad que lo
rodeaban, aunque seguía llevando consigo una Ruger a todas partes.
Pero Backman estaba lejos y la distancia aumentaba a cada minuto.
Curiosamente, él también pensaba en Jacy Hubbard y en la gente que
quizá lo había matado. Disponía de tiempo suficiente para pensar. Catorce
horas en una litera plegable de un ruidoso avión de carga eran
muy eficaces para embotar los sentidos de una persona normal. Sin
embargo, para un recluso recién liberado que acababa de huir de seis
años de aislamiento, el vuelo resultaba de lo más estimulante.
Quienquiera que hubiera asesinado a Jacy Hubbard estaría deseando
hacer lo mismo con Joel Backman, por lo que, mientras volaba a ocho
mil metros de altura, éste se planteó unas cuantas preguntas cruciales.
¿Quién había ejercido influencia para que le concedieran el indulto?
¿Dónde se proponían ocultarlo? ¿Quiénes eran exactamente «ellos»?
Unas preguntas agradables, en realidad. Menos de veinticuatro horas
antes sus preguntas habían sido: ¿Tratan de matarme de hambre? ¿De
congelarme? ¿Estoy perdiendo poco a poco la razón, en esta celda de
tres metros y medio por tres metros y medio, o la estoy perdiendo muy
rápido? ¿Veré alguna vez a mis nietos? ¿Lo deseo?
Le gustaban más las nuevas preguntas, por muy inquietantes que
fueran. Por lo menos, podría caminar por una calle de algún lugar y
respirar el aire y sentir el sol y detenerse tal vez en una cafetería y tomarse
un café bien cargado.
Una vez había tenido un cliente, un acaudalado importador de cocaína,
que había caído en una trampa de la DEA, el organismo de lucha
contra la droga. El cliente era una pieza tan valiosa que los federales le
ofrecieron una nueva vida con un nuevo nombre y un nuevo rostro a
cambio de delatar a los colombianos. Los delató, efectivamente, y, después
de someterse a una operación, reapareció al norte de Chicago. Allí
29
regentaba una pequeña librería. Joel se había pasado por ella años más
tarde y había encontrado al cliente con perilla, fumando en pipa y con
pinta de personaje un tanto intelectual y mundano. Tenía una nueva
esposa y tres hijastros, y los colombianos jamás tuvieron ni idea de lo
ocurrido.
Aquí afuera hay un mundo muy grande. No es tan difícil esconderse.
Joel cerró los ojos, permaneció inmóvil prestando atención al constante
zumbido de los cuatro motores y trató de decirse que dondequiera
que lo llevaran no viviría como un fugitivo. Se adaptaría, sobreviviría,
no viviría atemorizado.
Escuchó la conversación en voz baja, dos literas más abajo, de dos
soldados intercambiando historias acerca de todas las chicas que habían
conocido. Pensó en Mo, el delator de la mafia que en el transcurso de
los últimos cuatro años había ocupado la celda de al lado y que, durante
las veinticuatro horas del día, era el único ser humano con quien podía
hablar. No se veían, pero ambos podían oírse por un respiradero.
Mo no echaba de menos a su familia, a sus amigos, su barrio, la comida,
la bebida o la luz del sol. Mo sólo hablaba de sexo. Contaba largas y
complicadas historias acerca de sus aventuras. Contaba chistes, algunos
de los más guarros que Joel hubiera escuchado en su vida. Incluso
escribía poemas acerca de sus antiguas amantes, orgías y fantasías.
No echaría de menos a Mo y su imaginación.
Sin querer, se volvió a quedar dormido.
El coronel Gantner lo estaba sacudiendo mientras le decía en un susurro:
–Comandante Herzog, comandante Herzog. Tenemos que hablar.
Backman salió de su litera y siguió al coronel por un oscuro y estrecho
pasillo entre las literas hasta llegar a un pequeño cuarto, un poco
más cerca de la cabina.
–Siéntese –dijo Gantner.
Ambos se acurrucaron junto a una mesita metálica.
Gantner sostenía una carpeta en la mano.
–Éste es el trato –empezó diciendo–. Aterrizamos dentro de aproximadamente
una hora. El plan consiste en que usted esté enfermo, tan
enfermo como para que una ambulancia del hospital de la base permanezca
esperando el aparato en la pista de aterrizaje. Las autoridades
italianas efectuarán su habitual y rápida inspección de los documentos y
puede que lleguen incluso a echarle un vistazo a usted. Probablemente
no. Estaremos en una base militar norteamericana donde los soldados
30
van y vienen constantemente. Tengo un pasaporte para usted. Yo
hablaré con los italianos y después usted será conducido en la ambulancia
al hospital.
–¿Italianos?
–Sí, italianos. ¿Ha oído hablar alguna vez de la Base Aérea de Aviano?
–No.
–Ya me lo imaginaba. Lleva en manos norteamericanas desde que
expulsamos a los alemanes en 1945. Está al nordeste de Italia, cerca
de los Alpes.
–Debe de ser bonito.
–No está mal, pero es una base.
–¿Cuánto tiempo permaneceré allí?
–La decisión no me corresponde a mí. Mi misión consiste en sacarle
de este avión y llevarlo al hospital de la base. Allí, otra persona se hará
cargo de la situación. Eche un vistazo a esta biografía del comandante
Herzog, por si acaso.
Joel se pasó unos cuantos minutos leyendo la historia imaginaria del
comandante Herzog y aprendiéndose de memoria los detalles de su pasaporte
falso.
–Recuerde que está muy enfermo y sedado –dijo Gantner–. Finja
simplemente estar en coma.
–Llevo seis años en coma.
–¿Le apetece un poco de café?
–¿Qué hora es en el lugar adonde vamos?
Gantner consultó su reloj y efectuó un rápido cálculo.
–Probablemente aterrizaremos cerca de la una de la madrugada.
–Me encantaría un poco de café.
Gantner le ofreció una taza de papel y un termo y se retiró.
Tras beberse dos tazas, Joel notó que los motores reducían la potencia.
Regresó a su litera y trató de cerrar los ojos.
Mientras el C–130 rodaba hasta detenerse, una ambulancia de las
Fuerzas Aéreas se situó marcha atrás cerca de la escotilla posterior.
Unos soldados paseaban por allí, buena parte de ellos todavía medio
dormidos. La camilla que transportaba al comandante Herzog fue bajada
por la escotilla y cuidadosamente colocada en la ambulancia. El más
próximo oficial italiano permanecía sentado en el interior de un jeep estadounidense
contemplando indiferente la escena mientras procuraba
conservar el calor. La ambulancia se alejó sin demasiada prisa y, cinco
minutos más tarde, el comandante Herzog fue introducido en el peque31
ño hospital de la base e instalado en una pequeña habitación del segundo
piso donde dos policías militares montaron guardia junto a su
puerta.
4
Por suerte para Backman, pese a que éste no tenía modo de saberlo
ni ningún motivo para preocuparse, en el último momento el presidente
Morgan también había concedido el indulto a un anciano prófugo multimillonario
huido del país. El multimillonario, un inmigrante de un país
eslavo a quien se había ofrecido la opción de cambiar de nombre a su
llegada hacía varias décadas, había elegido en su juventud el título de
duque de Mongo. El duque había donado paletadas de dinero para la
campaña presidencial de Morgan. Cuando se reveló que se había pasado
la vida evadiendo impuestos, se reveló también que había pasado
varias noches en el Dormitorio Lincoln donde, tomando una última y
cordial copa antes de irse a dormir, él y el presidente comentaban las
inminentes acusaciones. Según la tercera persona presente en las charlas
nocturnas, una joven pelandusca que en aquellos momentos representaba
el papel de quinta esposa del duque, el presidente había prometido
ejercer toda la presión que le fuera posible sobre el fisco y apartar
a los sabuesos que perseguían a su amigo.
No ocurrió tal cosa. La acusación tenía treinta y ocho páginas de extensión
y, antes de que saliera de la impresora, el multimillonario, sin
su esposa número cinco, ya estaba en Uruguay tumbado a la bartola en
un palacio con su futura esposa número seis.
Ahora quería regresar a casa para morir con dignidad, como un verdadero
patriota y ser enterrado en su granja Thoroughbred justo en las
afueras de Lexington, Kentucky. Critz cerró el trato y, pocos minutos
después de haber firmado el indulto para Joel Backman, el presidente
Morgan le garantizó al duque de Mongo toda la clemencia.
La noticia tardó un día en filtrarse –por razones comprensibles, la Casa
Blanca no hacía públicos los indultos– y la prensa perdió los estribos.
Allí estaba, un hombre que le había estafado al Gobierno de la nación
seiscientos millones de dólares a lo largo de un período de veinte años,
un timador que merecía permanecer encerrado de por vida, a punto de
regresar a casa en su gigantesco jet para pasar el resto de sus días rodeado
de un lujo obsceno. La historia de Backman, por muy sensacional
que fuera, tendría que competir no sólo con los turistas daneses secuestrados
sino también con el mayor defraudador de impuestos del
32
país.
Pero seguía siendo un tema candente. Buena parte de los periódicos
matinales de la Costa Este publicaban una fotografía del «intermediario
» en primera plana. Casi todos ofrecían reportajes sobre el escándalo,
su declaración de culpabilidad y su presente indulto.
Cari Pratt los leyó todos on line en un desordenado y espacioso despacho
que tenía encima de su garaje, en el noroeste de Washington.
Usaba aquel lugar para esconderse, para alejarse de las luchas intestinas
de su bufete, para evitar a los socios a los que no podía aguantar.
Allí podía beber sin que a nadie le importara. Podía arrojar objetos, soltar
maldiciones contra las paredes y hacer lo que le diera la real gana,
pues era su refugio.
La carpeta Backman, guardada normalmente en una caja de cartón
de gran tamaño escondida en un armario, estaba sobre su mesa de trabajo.
La repasaba por primera vez en muchos años. Lo había guardado
todo, los artículos que se publicaban, las fotografías, los memorándums
internos del bufete, las notas confidenciales que él había tomado, las
copias de las acusaciones, el informe de la autopsia de Jacy Hubbard.
Qué historia tan despreciable.
En enero de 1996, tres jóvenes informáticos paquistaníes hicieron un
asombroso descubrimiento. Trabajando en una calurosa y pequeña vivienda
situada en el último piso de un edificio de apartamentos de las
afueras de Karachi, interconectaron varios ordenadores Hewlett–
Packard adquiridos on line gracias a una subvención gubernamental. A
continuación, conectaron su nuevo «superordenador» a un sofisticado
teléfono militar vía satélite, facilitado también por el Gobierno. La operación,
enteramente secreta, se basaba en protocolos militares. Su objetivo
era muy sencillo: localizar y tratar de acceder a un nuevo satélite
espía indio que daba vueltas a unos quinientos kilómetros de altura sobre
Pakistán. Si conseguían acceder al satélite, esperaban poder controlar
qué vigilaba. Un sueño añadido era intentar manipularlo.
Al principio, la información secreta robada fue muy emocionante, pero
después resultó prácticamente inútil. Los nuevos «ojos» indios estaban
haciendo más o menos lo mismo que llevaban haciendo los antiguos
desde hacía diez años: tomar miles de fotografías de las mismas instalaciones
militares. Durante aquellos mismos diez años, los satélites paquistaníes
habían estado enviando fotografías de las bases militares y
de los movimientos de tropas indios. Ambos países hubiesen podido intercambiar
las fotografías sin averiguar nada.
33
Pero habían descubierto accidentalmente otro satélite, y después otro
y otro más. No eran paquistaníes ni indios; no hubiesen tenido que estar
allí: cada uno sobrevolaba a unos quinientos kilómetros la Tierra
desplazándose en dirección norte–nordeste a una velocidad constante
de ciento noventa y cinco kilómetros por hora. Mantenían entre sí una
distancia de unos seiscientos cincuenta kilómetros.
A lo largo de diez días, los emocionadísimos hackers controlaron los
movimientos de por lo menos seis satélites distintos, todos ellos pertenecientes
aparentemente al mismo sistema, a medida que se acercaban
lentamente desde la península Arábiga y surcaban los cielos de Afganistán
y Pakistán camino del oeste de China.
No se lo dijeron a nadie sino que, en lugar de eso, consiguieron que
los militares les facilitaran un acceso vía satélite más potente alegando
su necesidad de terminar un trabajo inconcluso acerca de la vigilancia
india. Al cabo de un mes de metódicos controles durante las veinticuatro
horas del día, consiguieron establecer la existencia de una red mundial
de nueve satélites, todos ellos interconectados y todos cuidadosamente
diseñados para que nadie aparte de quien lo había lanzado pudiera
detectarlos.
Pusieron a su descubrimiento el nombre en clave de Neptuno.
Los tres jóvenes magos se habían educado en Estados Unidos. El jefe
era Safi Mirza, un antiguo ayudante de profesor de la Universidad de
Stanford que había trabajado durante una breve temporada en la Breedin
Corp., antigua empresa subcontratada del Departamento de Defensa
especializada en sistemas satelitales. Fazal Sharif había cursado estudios
superiores en ciencias informáticas en el Georgia Tech.
El tercero y más joven miembro de la banda Neptuno era Farooq
Khan, y fue Farooq quien finalmente creó el software capaz de penetrar
en el primer satélite Neptuno. Una vez dentro de su sistema informático,
Farooq se puso a descargar información de espionaje tan secreta
que tanto él como Fazal y Safi comprendieron que se estaban adentrando
en tierra de nadie. Había nítidas fotografías en color de campos
de adiestramiento terrorista en Afganistán y de limusinas del Estado en
Pekín. Neptuno captaba a los pilotos chinos bromeando entre sí a seis
mil metros de altitud y observaba una sospechosa embarcación pesquera
atracando en Yemen. Neptuno seguía el recorrido de un camión blindado,
probablemente de Castro, por las calles de La Habana. Y, en una
grabación de vídeo en directo que les causó un fuerte impacto a los
tres, se veía con toda claridad a Arafat en persona saliendo a una callejuela
de su recinto de Gaza, encendiendo un cigarrillo y después ori34
nando.
Durante dos días de insomnio, los tres fisgaron en los satélites durante
su recorrido por Pakistán. El software estaba en inglés y, dado el interés
de Neptuno por Oriente Medio, Asia y China, era fácil deducir que
Neptuno pertenecía a Estados Unidos con la colaboración marginal en
primer lugar del Reino Unido y, en segundo, de Israel. Puede que fuera
un secreto conjunto estadounidense–israelí.
Después de dos días de fisgoneo abandonaron el pequeño apartamento
y reorganizaron su leonera en la granja de un amigo, a quince
kilómetros de Karachi. El descubrimiento ya era lo suficientemente
emocionante de por sí, pero ellos, y especialmente Safi, querían dar un
paso más. Safi confiaba en poder manipular el sistema.
Su primer éxito fue ver a Fazal Sharif leyendo un periódico. Para proteger
su localización, Fazal tomó un autobús al centro de Karachi y,
provisto de una boina verde y unas gafas de sol, se compró un periódico
y se sentó en el banco de un parque, cerca de cierto cruce. Mientras
Farooq accionaba los mandos a través de un enlace de potencia fraudulentamente
ampliada, un satélite Neptuno localizó a Fazal, su zoom se
acercó lo bastante como para que la cámara captara los titulares del
periódico y lo transmitió todo a la granja donde lo contemplaron todo
con incredulidad.
Las transmisiones de las imágenes a la Tierra poseían la máxima resolución
tecnológica del momento... alcanzaban nada menos que
aproximadamente la distancia de un metro veinte con la misma nitidez
que los satélites de reconocimiento estadounidenses y dos veces más
nítidas que las de los mejores satélites comerciales europeos y norteamericanos.
Durante semanas y meses los tres trabajaron sin descanso elaborando
software de fabricación casera para su descubrimiento. Rechazaron
buena parte de lo que escribían, pero, mientras iban poniendo a punto
sus programas, no dejaban de asombrarse con las posibilidades de
Neptuno.
Dieciocho meses después de haber descubierto Neptuno, los tres ya
tenían, en cuatro discos Jaz de dos gigabytes, un programa que no sólo
aumentaba la velocidad a la cual Neptuno se comunicaba con sus numerosos
contactos en la Tierra sino que también le permitía interferir
en las transmisiones de muchos de los satélites de navegación, comunicaciones
y reconocimiento en órbita. A falta de otro nombre en clave
mejor bautizaron su programa como JAM, «interferencia».
Aunque el sistema que ellos llamaban Neptuno pertenecía a otros, los
35
tres conspiradores consiguieron controlarlo, manipularlo por completo e
incluso inutilizarlo. Empezó entonces una amarga disputa. Safi y Fazal
se volvieron codiciosos y querían vender JAM al mejor postor. Farooq
no veía en su producto más que una fuente de problemas. Quería vendérselo
a los militares paquistaníes y lavarse las manos de todo aquel
asunto.
En septiembre de 1998, Safi y Fazal viajaron a Washington y se pasaron
un infructuoso mes tratando de entrar en el espionaje militar a través
de sus contactos paquistaníes. Al final, un amigo les habló de Joel
Backman, el hombre capaz de abrir cualquier puerta de Washington.
Pero llegar hasta su puerta fue todo un reto. El intermediario era un
hombre muy importante con clientes muy importantes y muchas personas
influyentes le exigían parte de su tiempo. Sus honorarios básicos
para una hora de consulta con un nuevo cliente ascendían a cinco mil
dólares, pero eso sólo estaba al alcance de los suficientemente afortunados
como para ser mirados favorablemente por el gran hombre. Safi
le pidió prestados dos mil dólares a un tío de Chicago y prometió al señor
Backman pagarle el resto en noventa días.
Los documentos del tribunal revelaron posteriormente que su primera
entrevista había tenido lugar el 24 de octubre de 1998 en los despachos
de Backman, Pratt & Bolling. Aquella entrevista acabaría por destruir finalmente
la vida de todos los presentes.
Al principio, Backman se mostró escéptico a propósito de JAM y de
sus increíbles posibilidades. O tal vez captó de inmediato su potencial y
decidió pasarse de listo con sus nuevos clientes. Safi y Fazal soñaban
con venderle JAM al Pentágono a cambio de una fortuna, cualquier suma
que el señor Backman considerara que se podía conseguir a cambio
de su producto. Y, si alguien en Washington podía conseguir una fortuna
a cambio de JAM, éste era Joel Backman.
Al principio, se había puesto en contacto con Jacy Hubbard, su portavoz
de un millón de dólares que seguía jugando al golf una vez a la semana
con el presidente e iba de bar en bar con los peces gordos del
Congreso. Era pintoresco, llamativo, combativo, tres veces divorciado y
muy amante del whisky caro... sobre todo cuando lo pagaban los
miembros de los lobbys. Había sobrevivido políticamente sólo por su
fama de ser el más sucio organizador de campañas de la historia del
Senado de Estados Unidos, lo cual no era moco de pavo. Conocido antisemita,
en el transcurso de su carrera había establecido estrechos lazos
con los saudíes. Muy estrechos. Una de las muchas investigaciones
36
éticas reveló la existencia de una aportación de un millón de dólares a
una campaña por parte de un príncipe con el cual Hubbard esquiaba en
Austria.
En un principio, Hubbard y Backman hablaron del mejor modo de comercializar
JAM. Hubbard quería ofrecérselo a los saudíes, los cuales,
estaba convencido, pagarían mil millones de dólares por él. Pero Backman
había adoptado un provinciano punto de vista según el cual un
producto tan peligroso debía quedarse en casa. Hubbard estaba seguro
de que podría cerrar un trato con los saudíes siempre y cuando éstos
prometieran no utilizar jamás JAM contra Estados Unidos, su aliado declarado.
Backman temía a los israelíes, a sus poderosos amigos en Estados
Unidos, a sus militares y, por encima de todo, a sus servicios secretos
de espionaje.
Por aquel entonces Backman, Pratt & Bolling representaba a muchas
empresas y Gobiernos extranjeros. De hecho, el bufete era «la» dirección
para cualquiera que buscara influencia inmediata en Washington.
Bastaba con pagar sus impresionantes honorarios para tener acceso. En
su interminable lista de clientes constaban la industria del acero japonesa,
el Gobierno de Corea del Sur, los saudíes, buena parte del entramado
bancario del Caribe, el régimen panameño, una cooperativa agrícola
boliviana que sólo cultivaba cocaína, y así sucesivamente. Había
muchos clientes legales y muchos no tan limpios.
El rumor acerca de JAM se fue propagando lentamente por sus despachos.
Podía representar los honorarios más sustanciosos que jamás
hubiera cobrado el bufete, y eso que había habido algunos de vértigo. A
medida que transcurrían las semanas otros socios del bufete presentaron
posibles focos alternativos para la comercialización de JAM. La idea
del patriotismo fue paulatinamente olvidada... ¡había demasiado dinero
de por medio! El bufete representaba a una empresa holandesa que
construía componentes electrónicos para las Fuerzas Aéreas chinas y,
con semejantes credenciales, se podía cerrar un trato muy lucrativo con
el Gobierno de Pekín. Los surcoreanos podían descansar más tranquilos
si sabían exactamente qué estaba ocurriendo en el norte. Los sirios
hubiesen entregado su tesoro nacional a cambio de neutralizar las comunicaciones
militares israelíes. Cierto cártel de la droga hubiese estado
dispuesto a pagar miles de millones de dólares a cambio de controlar
los intentos de prohibición de la DEA.
A cada día que pasaba, Joel Backman y su banda de voraces abogados
se hacían más ricos. En los despachos más grandes del bufete no
se hablaba de otra cosa.
37
El médico era un poco brusco y no parecía tener demasiado tiempo
para su nuevo paciente. A fin de cuentas, aquello era un hospital militar.
Sin apenas una palabra, le tomó el pulso y le examinó el corazón,
los pulmones, la presión arterial, los reflejos y todo lo demás y después
anunció inesperadamente:
–Creo que está usted deshidratado.
–¿Y eso cómo es posible? –preguntó Backman.
–Ocurre a menudo en los vuelos largos. Vamos a colocarle un gota a
gota. Dentro de veinticuatro horas estará bien.
–¿Quiere decir una intravenosa?
–Eso es.
–A mí no me gustan las intravenosas.
–¿Perdón?
–Lo he dicho muy claro. No me gustan las agujas.
–Le hemos tomado una muestra de sangre.
–Sí, eso era sangre que salía, no algo que entra. Olvídelo, doctor, no
quiero que me inyecten nada.
–Pero es que está usted deshidratado.
–Yo no me noto deshidratado.
–El médico soy yo y digo que está usted deshidratado.
–Pues déme un vaso de agua.
Media hora más tarde entró una sonriente enfermera con un puñado
de medicamentos. Joel dijo que no a las pildoras para dormir y, cuando
ella sacó una aguja hipodérmica, Backman le preguntó:
–¿Qué es eso?
–Ryax.
–¿Y qué demonios es Ryax?
–Un relajante muscular.
–Bueno, en estos momentos mis músculos están muy relajados. Jamás
me he quejado de no tener los músculos relajados. Nadie me ha
diagnosticado falta de relajación muscular. Nadie me ha preguntado si
tengo los músculos relajados. Por consiguiente, puede tomar el Ryax y
metérselo en el trasero y así estaremos los dos relajados y más contentos.
A la enfermera estuvo a punto de caérsele la aguja. Tras una larga y
dolorosa pausa completamente sin habla, la enfermera consiguió tartamudear:
–Hablaré con el doctor.
–Hágalo. Pero, bien mirado, ¿por qué no se lo mete usted en su gor38
do trasero? Él es el que necesita relajarse.
Pero la enfermera ya se había marchado.
En el otro extremo de la base, un tal sargento McAuliffe tecleó en su
ordenador un mensaje al Pentágono. Desde allí fue transmitido casi de
inmediato a Langley, donde lo leyó Julia Javier, una veterana seleccionada
personalmente por el director Maynard para ocuparse del caso
Backman. Menos de diez minutos después del incidente con el Ryax, la
señora Javier estudió su monitor, musitó un maldita sea y subió al piso
de arriba.
Como de costumbre, Teddy Maynard permanecía sentado tras una
larga mesa envuelto en un quilt, leyendo uno de los numerosos resúmenes
que se amontonaban cada hora sobre su escritorio.
–Se acaban de recibir noticias de Aviano –dijo la señora Javier–.
Nuestro chico rechaza todas las medicaciones. No acepta una intravenosa.
No quiere tomar pastillas.
–¿No le pueden dar nada con la comida? –preguntó Teddy sin levantar
la voz.
–No come.
–¿Qué dice?
–Que tiene el estómago revuelto.
–¿Es posible?
–No va al lavabo. Es difícil saberlo.
–¿Toma líquidos?
–Le han dado un vaso de agua que ha rechazado. Ha insistido sólo en
beber agua embotellada. Cuando se la han llevado, ha examinado el
tapón para asegurarse de que no se había roto el precinto.
Teddy apartó a un lado el informe que estaba leyendo y se frotó los
ojos con los nudillos. El primer plan consistía en sedar a Backman en el
hospital con una intravenosa o una intramuscular, dejarlo inconsciente,
mantenerlo drogado un par de días y después irle administrando poco a
poco alguna deliciosa mezcla de sus más modernos narcóticos. Tras
mantenerlo unos cuantos días en una especie de bruma, iniciarían el
tratamiento con el pentotal, el suero de la verdad, que, hábilmente utilizado
por sus veteranos interrogadores, permitía averiguar cualquier
cosa.
El primer plan era fácil e infalible. El segundo llevaría un mes y el éxito
distaba mucho de estar garantizado.
–Tiene grandes secretos, ¿verdad? –dijo Teddy.
–Sin duda.
39
–Pero eso ya lo sabíamos, ¿no?
–Sí, lo sabíamos.
5
Dos de los tres hijos de Joel Backman ya lo habían abandonado cuando
estalló el escándalo. Neal, el mayor, había escrito a su padre por lo
menos dos veces al mes, aunque en los primeros días tras la sentencia
le había costado mucho escribir las cartas.
Neal, de veinticinco años, era un socio novato del bufete Backman
cuando su padre fue a la cárcel. Aunque apenas sabía nada acerca de
JAM y Neptuno, el FBI lo acosó sin piedad y, al final, los fiscales federales
presentaron una acusación contra él.
La repentina decisión de Joel de declararse culpable tuvo mucho que
ver con lo ocurrido a Jacy Hubbard, pero también se debió al maltrato
infligido a su hijo por las autoridades. En el acuerdo se incluyó la retirada
de las acusaciones contra Neal.
Cuando su padre se fue para cumplir su condena de veinte años, Cari
Pratt rescindió inmediatamente el contrato de Neal y los guardias armados
del servicio de seguridad del bufete lo escoltaron hasta la calle.
El apellido Backman era una maldición y encontrar un empleo en la zona
de Washington resultaba imposible. Un compañero de la Facultad de
Derecho tenía un tío juez, ya retirado; tras varias llamadas aquí y allá,
Neal acabó en la pequeña ciudad de Culpeper, Virginia, trabajando en
un bufete de cinco miembros y agradecido de haber tenido aquella
oportunidad.
Buscaba el anonimato. Pensó en la posibilidad de cambiarse el apellido.
Se negó a discutirlo con su padre. Se encargaba de escrituras, redactaba
testamentos y títulos de propiedad y acabó adaptándose perfectamente
a la vida de una pequeña localidad. Al final conoció y se casó
con una chica del lugar, con la que no tardó en tener una hija: el segundo
nieto de Joel y el único de quien éste poseía una fotografía.
Neal se enteró de la puesta en libertad de su padre en el Post. Lo comentó
detenidamente con su mujer y brevemente con los compañeros
de su bufete. La noticia puede que provocara terremotos en el distrito
de Columbia, pero los temblores no llegaron a Culpeper. Nadie parecía
saber nada o preocuparse por ello. El no era el hijo del intermediario;
era simplemente Neal Backman, uno de los muchos abogados de una
pequeña ciudad sureña.
Un juez lo llevó aparte después de una vista y le preguntó:
40
–¿Dónde ocultan a su padre?
A lo cual Neal contestó respetuosamente:
–No es uno de mis temas preferidos, señoría.
Y éste fue el final de la conversación.
A primera vista, nada cambió en Culpeper. Neal seguía trabajando
como si el indulto se hubiera concedido a un hombre que él no conocía.
Esperaba una llamada telefónica; en algún momento su padre acabaría
poniéndose en contacto con él.
Tras repetidas peticiones, la enfermera jefe pasó el sombrero y reunió
casi tres dólares en monedas. La cantidad le fue entregada al paciente
al que seguían llamando comandante Herzog, un personaje cada vez
más excéntrico cuyo estado se estaba agravando sin duda a causa del
hambre. El comandante Herzog tomó el dinero y se fue directamente a
las máquinas automáticas que había encontrado en el segundo piso y
allí se compró tres bolsitas de maíz Fritos y dos Dr Peppers.
Lo consumió todo en cuestión de segundos y al cabo de una hora tuvo
que ir al lavabo aquejado de una violenta diarrea.
Pero, por lo menos, ya no estaba tan hambriento y tampoco estaba
drogado ni decía cosas que no debía.
Pese a ser un hombre técnicamente libre, plenamente indultado y
demás, se encontraba todavía encerrado en unas instalaciones propiedad
del Gobierno de Estados Unidos y seguía alojándose en una habitación
no mucho más grande que su celda de Rudley. Allí la comida era
espantosa, pero por lo menos se la podía comer sin temor a que lo sedaran.
Ahora vivía de maíz frito y gaseosa.
Las enfermeras eran sólo ligeramente más amables que los guardias
que lo atormentaban. Los médicos querían simplemente drogarlo siguiendo
instrucciones de arriba, de eso estaba seguro. Muy cerca de allí
había una pequeña cámara de torturas donde esperaban echársele encima
en cuanto las drogas empezaran a obrar sus milagros.
Ansiaba salir, respirar el aire y disfrutar del sol, comer en abundancia
y mantener un poco de contacto humano con alguien que no vistiera de
uniforme. Y, después de dos largos días, lo consiguió. Un hombre de
rostro impasible llamado Stennett se presentó en su habitación al tercer
día y le dijo amablemente:
–Bueno, Backman, éste es el trato. Me llamo Stennett.
Arrojó una carpeta sobre las mantas encima de las piernas de Joel, al
lado de unas viejas revistas que éste estaba leyendo por tercera vez.
Joel abrió la carpeta.
–¿Marco Lazzeri?
41
–Éste es usted, amigo, un italiano de pleno derecho. Aquí tiene su
certificado de nacimiento y su carnet de identidad. Apréndase de memoria
toda la información tan pronto como pueda.
–¿Que me la aprenda de memoria? Si ni siquiera la sé leer.
–Pues aprenda. Salimos dentro de unas tres horas. Lo conducirán a
una ciudad cercana donde conocerá a su nuevo mejor amigo, el cual lo
llevará de la mano unos cuantos días.
–¿Unos cuantos días?
–Puede que un mes, depende de lo bien que usted haga la transición.
Joel dejó la carpeta y miró a Stennett.
–¿Para quién trabaja usted?
–Si se lo dijera, lo tendría que matar.
–Muy gracioso. ¿La CIA?
–Estados Unidos, es lo único que le puedo decir y lo único que usted
necesita saber.
Joel contempló la ventana de marco metálico provista de candado y
dijo:
–No he visto pasaporte en la carpeta.
–Sí, bueno, eso es porque no irá usted a ninguna parte, Marco. Está a
punto de iniciar una vida muy tranquila. Sus vecinos creerán que nació
en Milán pero creció en Canadá, de ahí el mal italiano que está a punto
de aprender. Si le entraran ganas de viajar, la situación podría ser muy
peligrosa para usted.
–¿Peligrosa?
–Vamos, Marco. No juegue conmigo. Hay algunas personas francamente
desagradables que estarían encantadas de localizarle. Haga lo
que le digo y no lo harán.
–No sé ni una sola palabra de italiano.
–Pues claro que sí... pizza, spaghetti, caffé latte, bravo, opera, mamma
mia. Ya irá aprendiendo. Cuanto más rápido aprenda y cuanto mejor
lo haga, tanto más seguro estará. Tendrá un profesor.
–No tengo un céntimo.
–Eso dicen. No han podido encontrar nada, en todo caso. –Stennett
se sacó unos cuantos billetes del bolsillo y los introdujo en la carpeta–.
Mientras estaba usted encerrado, Italia abandonó la lira y adoptó el euro.
Aquí hay trescientos. Un euro es aproximadamente un dólar. Regresaré
dentro de una hora con un poco de ropa. En la carpeta hay un pequeño
diccionario, doscientas de sus primeras palabras en italiano. Le
sugiero que ponga manos a la obra.
Una hora más tarde Stennett regresó con una camisa, unos pantalo42
nes, una chaqueta, unos zapatos y calcetines, todo de estilo italiano.
–Buon giorno –dijo.
–Hola –contestó Backman.
–¿Cómo se dice automóvil?
–Macchina.
–Muy bien, Marco. Ya es hora de subir a la macchina.
Otro silencioso caballero se encontraba sentado al volante de un anodino
Fiat utilitario. Joel se acomodó en el asiento de atrás con una bolsa
de lona que contenía su valor neto. Stennett se sentó delante. El aire
era frío y húmedo y una fina capa de nieve cubría apenas el suelo.
Cuando cruzaron la verja de la Base Aérea de Aviano, Joel Backman
experimentó por primera vez la sensación de libertad, a pesar de que la
ligera oleada de emoción estaba envuelta en una gruesa capa de inquietud.
Estudió atentamente las señalizaciones de la carretera; ni una palabra
desde el asiento delantero. Estaban en la carretera 251, una vía de
dos carriles, circulando hacia el sur, le pareció. El tráfico se intensificó a
medida que se iban acercando a la ciudad de Pordenone.
–¿Con cuántos habitantes cuenta Pordenone? –preguntó Joel, rompiendo
el pesado silencio.
–Cincuenta mil –contestó Stennett.
–Esto está en el norte de Italia, ¿verdad?
–Nordeste.
–¿Queda muy lejos de los Alpes?
Stennett señaló vagamente hacia su derecha y contestó:
–A unos sesenta kilómetros siguiendo por aquí. En un día despejado,
se pueden ver.
–¿Podríamos detenernos a tomar un café en algún sitio? –preguntó
Joel.
–No... bueno... no estamos autorizados a detenernos.
Hasta aquel momento, el chofer parecía completamente sordo.
Rodearon Pordenone por el norte y no tardaron en adentrarse en la
A28, una carretera de cuatro carriles donde todo el mundo menos los
camioneros parecía estar llegando muy tarde al trabajo. Pequeños automóviles
pasaban zumbando por su lado mientras ellos circulaban penosamente
a escasos cien kilómetros por hora. Stennett desdobló un
periódico italiano, La Repubblica, y cubrió con él la mitad del parabrisas.
Joel se alegró de circular en silencio y contemplar la campiña que pa43
saba ante sus ojos. La suave llanura parecía muy fértil a pesar de que
estaban a finales de enero y los campos sin cultivar. De vez en cuando,
por encima de los bancales de una colina, se distinguía alguna antigua
mansión. De hecho, una vez él había alquilado una.
Aproximadamente hacía doce años, su esposa número dos había
amenazado con largarse en caso de que no se la llevara a disfrutar de
unas largas vacaciones en algún sitio. Joel trabajaba ochenta horas a la
semana y todavía le faltaba tiempo para otros trabajos. Prefería vivir en
el despacho y, a juzgar por cómo iban las cosas en casa, no cabía duda
de que la vida allí era mucho más tranquila. Sin embargo, un divorcio le
hubiese salido demasiado caro, por lo que anunció a todo el mundo que
él y su querida esposa se irían a pasar un mes en Toscana. Se comportó
como si todo hubiera sido idea suya: «¡Todo un mes de vino y aventuras
gastronómicas en el corazón del Chianti!»
Encontraron un monasterio del siglo XIV cerca de la población medieval
de San Gimignano, con ama de llaves, cocineros e incluso un chofer.
Pero, al cuarto día de la aventura, Joel recibió la alarmante noticia de
que el Comité de Asignaciones de la Cámara de Representantes del Senado
estaba considerando la posibilidad de anular una partida que le
arrebataría a uno de sus clientes contratistas del Departamento de Defensa
nada menos que dos mil millones de dólares. Alquiló un jet para
regresar a casa, puso manos a la obra y consiguió que el Senado rectificara.
La esposa número dos se quedó en su lugar de vacaciones donde, tal
como él averiguaría más adelante, empezó a acostarse con el joven
chofer. Se pasó una semana llamando a diario y prometiendo regresar
a la mansión para terminar las vacaciones, pero, pasada la segunda
semana, ella dejó de atender sus llamadas. La Ley de Asignaciones volvió
a modificarse favorablemente.
Un mes más tarde la mujer presentó una demanda de divorcio. En la
amarga contienda que siguió él acabó perdiendo más de tres millones
de dólares.
Y eso que ella era la preferida de las tres. Ahora las tres se habían
ido, todas para siempre. La primera, la madre de dos de sus hijos, se
había vuelto a casar dos veces desde el divorcio y su actual marido se
había hecho rico vendiendo fertilizantes líquidos a países del Tercer
Mundo. De hecho, su ex mujer había llegado a escribirle a la cárcel una
cruel y pequeña nota en la que alababa el sistema judicial por haberle
arreglado finalmente las cuentas a uno de sus más grandes estafado44
res.
No se lo podía reprochar. Había liado el petate tras sorprenderlo con
una secretaria, una putita que se había convertido en su esposa número
dos.
La esposa número tres había abandonado el barco poco después de la
presentación de la acusación.
Qué vida tan perra. Cincuenta y dos años y ¿qué le había reportado
una carrera dedicada a esquilmar a los clientes, perseguir a las secretarias
por los despachos, apretarles las tuercas a corruptos políticos de
tres al cuarto, trabajar siete días a la semana sin prestar la menor
atención a unos hijos sorprendentemente formales, crearse una imagen
pública y desarrollar un ego desmedido, persiguiendo dinero, dinero y
más dinero? ¿Cuál es la recompensa de la implacable búsqueda del
Gran Sueño Americano?
Seis años en la cárcel. Y luego un nombre falso porque el verdadero
es demasiado peligroso. Y unos trescientos dólares en el bolsillo.
¿Marco? ¿Cómo podría mirarse al espejo cada mañana y decir «Buenos
días, Marco»?
Claro que eso era mucho mejor que: «Buenos días, señor Delincuente.
»
Stennett, más que leer el periódico, luchaba contra él. Bajo su examen,
éste vibraba, brincaba y se arrugaba y hasta a veces el conductor
se volvía a mirarlo, irritado.
Un cartel indicador ponía que Venecia se encontraba a sesenta kilómetros
al sur y Joel decidió romper la monotonía.
–Me gustaría vivir en Venecia, si a la Casa Blanca le parece bien.
El chofer dio un respingo y el periódico de Stennett descendió unos
quince centímetros. La atmósfera en el interior del pequeño automóvil
se hizo por un instante irrespirable hasta que Stennett consiguió soltar
un gruñido y encogerse de hombros.
–Lo siento –dijo.
–Perdone, pero tengo que mear –dijo Joel–. ¿Podría conseguir autorización
para ir al lavabo?
Se detuvieron al norte de la ciudad de Conegliano, en un moderno
servizio del borde de la carretera. Stennett llevó una bandeja de espressos
de máquina. Joel tomó su taza y se acercó a la ventana de la
fachada para contemplar el tráfico mientras escuchaba la discusión de
una joven pareja en italiano. No recordaba ninguna de las doscientas
palabras que había intentado aprenderse de memoria. Le parecía una
45
tarea imposible.
Stennett se situó a su lado y contempló el tráfico.
–¿Ha pasado algún tiempo en Italia? –le preguntó.
–Un mes una vez, en Toscana.
–¿De veras? ¿Todo un mes? Debió de ser bonito.
–En realidad, fueron cuatro días, pero mi mujer se quedó un mes.
Hizo unos cuantos amigos. ¿Y usted? ¿Ésta es una de sus guaridas preferidas?
–Me muevo bastante. –Su rostro era tan vago como su respuesta.
Tomó un sorbo de la tacita y añadió–: Conegliano es famoso por su
Prosecco.
–La versión italiana del champán –dijo Joel.
–Sí. ¿A usted le gusta beber?
–Llevo seis años sin probar una gota.
–¿No le servían nada en la cárcel?
–No.
–¿Y ahora?
–Regresaré poquito a poco a él. El alcohol llegó a ser un vicio en otros
tiempos.
–Será mejor que nos vayamos.
–¿Cuánto tardaremos?
–No mucho.
Stennett hizo ademán de dirigirse a la puerta, pero Joel lo detuvo.
–Verá, es que necesito comer algo. ¿Podría llevarme un bocadillo para
el camino?
Stennett contempló un estante depaniniya. preparados.
–¿Podrían ser dos?
–Faltaría más.
La A27 conducía al sur hacia Treviso y, cuando comprendió que no
pasarían de largo, Joel dedujo que el trayecto estaba a punto de terminar.
El conductor aminoró la marcha, tomó dos desvíos y muy pronto
estuvieron circulando entre brincos por las estrechas calles de la ciudad.
–¿Cuántos habitantes tiene Treviso? –preguntó Joel.
–Ochenta y cinco mil –contestó Stennett.
–¿Qué sabe de la ciudad?
–Es una próspera y pequeña ciudad que no ha cambiado mucho en
quinientos años. Fue antiguamente aliada acérrima de Venecia cuando
todas estas ciudades luchaban entre sí. Lo bombardeamos todo en la
Segunda Guerra Mundial. Un bonito lugar, sin demasiados turistas.
46
«Un buen lugar para ocultarse», pensó Joel.
–¿Este es mi destino?
–Podría ser.
Una alta torre de reloj atraía todo el tráfico hacia el centro de la ciudad,
donde los vehículos avanzaban a paso de tortuga alrededor de la
Piazza dei Signori. Las motocicletas y los ciclomotores zigzagueaban entre
los automóviles con unos conductores aparentemente temerarios.
Joel devoró con la mirada las encantadoras tiendecitas: la tabaccheria
con sus expositores de periódicos bloqueando la entrada, la farmacia
con su cruz de neón verde, la carnicería con toda clase de embutidos en
el escaparate y, como es natural, las pequeñas terrazas de los cafés
con todas las mesas ocupadas por personas que parecían conformarse
con sentarse a leer, chismorrear y beber espressos durante horas. Ya
eran casi las once de la mañana. ¿En qué demonios debía de ganarse la
vida aquella gente si podía hacer una pausa para un café una hora antes
del almuerzo?
Llegó a la conclusión de que su reto sería averiguarlo.
El anónimo chofer entró en un improvisado estacionamiento. Stennett
marcó unos números en un móvil, esperó y después habló rápidamente
en italiano. Al terminar, señaló el parabrisas diciendo:
–¿Ve aquel café de allí, el que hay debajo del toldo rojo y blanco? ¿El
Caffé Donati?
Joel miró desde el asiento de atrás y dijo:
–Sí, ya lo veo.
–Entre por la puerta principal, pase por delante de la barra de su derecha
y diríjase hacia las ocho mesas del fondo. Tome asiento, pida un
café y espere.
–¿Qué tengo que esperar?
–Un hombre se acercará a usted al cabo de unos diez minutos. Hará
lo que él le diga.
–¿Y si no lo hago?
–No gaste bromas, señor Backman. Lo estaremos vigilando.
–¿Quién es ese hombre?
–Su nuevo mejor amigo. Sígalo y probablemente sobrevivirá. Como
cometa alguna estupidez, no durará ni un mes.
Stennett lo dijo con cierto tono de vanidosa satisfacción, como si le
hiciera gracia el hecho de poder encargarse de liquidar al pobre Marco.
–O sea que aquí nos decimos adiós, ¿verdad? –dijo Joel, recogiendo
su bolsa.
–Arrivederci, Marco, no adiós. ¿Tiene su documentación?
47
–Sí.
–Pues entonces, arrivederci.
Joel bajó despacio del vehículo y empezó a alejarse. Reprimió el impulso
de mirar hacia atrás para asegurarse de que Stennett, su protector,
aún estaba allí para protegerlo de lo desconocido. Pero no se volvió,
sino que trató de aparentar naturalidad mientras bajaba por la calle
con una bolsa de lona, la única bolsa de lona que él veía en aquel momento
en el centro de Treviso.
Stennett lo estaría vigilando, claro. ¿Y quién más? Seguro que su
nuevo mejor amigo debía de estar por allí, parcialmente escondido detrás
de un periódico comunicándose con Stennett y el resto. Joel se detuvo
un momento delante de la tabaccheria y echó un vistazo a los titulares
de los periódicos italianos, a pesar de que no entendió ni una sola
palabra. Se detuvo porque podía hacerlo, porque era un hombre libre
con la capacidad y el derecho de detenerse donde le apeteciera y de
hacer lo que le viniera en gana.
Entró en el Caffé Donati y el joven que estaba limpiando con un trapo
la superficie de la barra lo saludó con un «buon giorno».
–Buon giorno –consiguió contestar Joel, sus primeras verdaderas palabras
en italiano.
Para evitar alargar la conversación, siguió caminando. Pasó por delante
de la barra, de una escalera de caracol donde un letrero señalaba
el café del piso de arriba y de un gran mostrador lleno de deliciosos
pasteles. La parte de atrás del local estaba oscura y llena de gente y de
asfixiante humo de tabaco. Se sentó a una de las dos mesas libres e
hizo caso omiso de las miradas de los demás parroquianos. Lo aterrorizaba
el camarero, lo aterrorizaba el hecho de pedir una consumición y
lo aterrorizaba la posibilidad de ser desenmascarado en una fase tan
temprana de su huida, por lo que se limitó a permanecer sentado con la
cabeza inclinada, leyendo sus nuevos documentos de identidad.
–Buon giorno –dijo una joven situada a su izquierda.
–Buon giorno –consiguió responder Joel. Y, antes de que ella pudiera
comentarle algo acerca del menú, añadió–: Espresso.
La chica sonrió y dijo algo totalmente incomprensible, a lo cual él
contestó:
–No.
Dio resultado, porque la chica se retiró y para Joel fue una gran victoria.
Nadie lo miraba como si fuera un forastero ignorante. Cuando ella
le sirvió el café, le dijo muy suavemente «grazie» y la camarera incluso
le sonrió.
48
Lo tomó muy despacio pues no sabía cuánto le tendría que durar y no
quería terminárselo y verse obligado a pedir otra cosa.
El italiano se arremolinaba a su alrededor en una suave e incensante
cháchara de amigos que chismorreaban a velocidad de vértigo. ¿El inglés
resultaba tan ininteligible? Probablemente sí. La idea de aprender
el idioma lo suficiente para comprender lo que se decía a su alrededor
se le antojaba absolutamente imposible. Contempló su miserable lista
de doscientas palabras y, por unos minutos, trató desesperadamente de
oír pronunciar alguna de ellas.
Se acercó la camarera y le hizo una pregunta a la cual él contestó con
su habitual «no», y volvió a dar resultado.
O sea que Joel Backman se estaba tomando un espresso en un pequeño
bar de Via Verde, junto a la Piazza dei Signori, en el centro de
Treviso, en el Véneto, en el nordeste de Italia, mientras allá en el penal
de Rudley sus antiguos compañeros permanecían todavía encerrados en
régimen de aislamiento protegido con una comida asquerosa, un café
aguado y unos sádicos guardias y unas normas estúpidas y muchos
años por delante antes de poder soñar siquiera con una vida en libertad.
Contra toda expectativa, Joel Backman no moriría detrás de las rejas
de Rudley. No se le marchitarían la mente, el cuerpo y el espíritu. Les
había arrancado catorce años a sus torturadores y ahora estaba sentado
en un bonito café a una hora de Venecia.
¿Por qué pensaba en la cárcel? Porque uno no puede dejar atrás seis
años de cualquier cosa sin experimentar un sobresalto: te llevas contigo
parte del pasado por muy desagradable que éste haya sido.
El horror de la cárcel hacía que su repentina puesta en libertad le resultara
más dulce. Le llevaría tiempo, pero prometió concentrarse en el
presente. Sin pensar en absoluto en el futuro. Escuchando los sonidos,
la rápida charla de los amigos, las risas, el tipo hablando en susurros
por un móvil, la bonita camarera transmitiendo en voz alta los pedidos
a la cocina. Aspirando los olores... el humo del tabaco, el aromático café,
los pastelillos recién hechos, el calor de un antiguo y pequeño local
donde los habitantes del lugar llevaban siglos reuniéndose.
Y se preguntó por enésima vez por qué estaba allí exactamente. ¿Por
qué lo habían sacado de tapadillo de la cárcel y del país? Una cosa es
un indulto, pero ¿por qué una fuga internacional en toda regla? ¿Por
qué no entregarle la documentación de su puesta en libertad, permitirle
despedirse del viejo Rudley y vivir su vida como los demás delincuentes
49
recién indultados?
Tenía una corazonada. Podía atreverse a formular una respuesta bastante
acertada. Y esa respuesta lo aterrorizaba.
Luigi apareció como llovido del cielo.
6
Luigi tenía treinta y pocos años, unos tristes ojos oscuros, un cabello
moreno que le cubría parcialmente las orejas y una barba de por lo menos
cuatro días. Iba embutido en una especie de gruesa chaqueta basta
que, sumada al rostro sin afeitar, le confería un simpático aspecto de
campesino. Pidió un espresso y se mostró muy sonriente. Joel observó
inmediatamente que llevaba las manos y las uñas muy limpias y tenía
una dentadura muy regular. La rústica y gruesa chaqueta y la barba
formaban parte del disfraz. Probablemente Luigi había estudiado en
Harvard.
Su impecable inglés tenía justo el acento suficiente para convencer a
cualquiera de que era efectivamente italiano, dijo que era de Milán. Su
padre, italiano, era un diplomático que había viajado con su mujer norteamericana
y sus dos hijos por todo el mundo al servicio de su país.
Joel suponía que Luigi sabía muchas cosas acerca de él, por cuyo motivo
hizo preguntas para averiguar todo lo que pudiera acerca de su nuevo
entrenador.
No averiguó gran cosa. Matrimonio: ninguno. Colegio: Bolonia. Estudios
en Estados Unidos, sí, en algún lugar del Medio Oeste. Trabajo:
Gobierno. Qué gobierno: no podía decirlo. Sonreía con facilidad para
esquivar las preguntas a las que no quería responder. Joel se enfrentaba
con un profesional y lo sabía.
–Supongo que sabe usted algunas cosas acerca de mí –dijo Joel.
La sonrisa, la impecable dentadura. Los tristes ojos casi se cerraban
cuando sonreía. Las señoras se lo comían con los ojos.
–He visto la carpeta.
–¿La carpeta? La carpeta sobre mí no cabría en este local.
–He visto la carpeta.
–Muy bien pues, ¿cuánto tiempo sirvió Jacy Hubbard en el Senado de
Estados Unidos?
–Demasiado, diría yo. Mire, Marco, no vamos a revivir el pasado.
Ahora tenemos muchas cosas que hacer.
–¿Me podrían poner otro nombre? No me gusta demasiado Marco.
–Yo no lo elegí.
50
–Bueno pues, ¿quién lo ha elegido?
–No lo sé, pero yo no. Hace usted muchas preguntas inútiles.
–He sido abogado durante veinticinco años. Es una vieja costumbre.
Luigi apuró su espresso y depositó unos cuantos euros sobre la mesa.
–Vamos a dar un paseo –dijo, levantándose.
Joel tomó su bolsa de lona y siguió a su entrenador hasta el exterior
del café y la acera, bajando por una calle lateral con menos tráfico.
Apenas habían dado unos pasos cuando Luigi se detuvo delante del albergo
Campeol.
–Esta será su primera parada –dijo.
–¿Qué es esto? –preguntó Joel.
Era un edificio de estuco de cuatro pisos encajado entre otros dos.
Unas vistosas banderas ondeaban por encima del porche.
–Un pequeño y bonito hotel. Albergo significa hotel. También puede
utilizar la palabra «hotel» si quiere, pero en las ciudades más pequeñas
les gusta decir albergo.
–O sea que es un idioma fácil.
Joel estaba mirando arriba y abajo de la estrecha calle... que sería
evidentemente su nuevo barrio.
–Más fácil que el inglés.
–Ya veremos. ¿Cuántos idiomas habla usted?
–Cinco o seis.
Entraron y cruzaron el pequeño vestíbulo. Luigi saludó con la cabeza
al recepcionista del mostrador de la entrada como si ya lo conociera.
Joel consiguió pronunciar un aceptable «buon giorno» sin detenerse para
evitar una respuesta más complicada. Subieron tres tramos de escalera
y llegaron al final de un estrecho pasillo. Luigi tenía la llave de la
habitación 30, una sencilla pero muy bien amueblada suite con ventanas
en tres paredes y una vista sobre un canal de abajo.
–Es la mejor –dijo Luigi–. Nada especial, pero adecuada.
–Habría tenido usted que ver mi última habitación.
Joel arrojó la bolsa sobre la cama y empezó a descorrer las cortinas.
Luigi abrió la puerta de un armario muy pequeño.
–Mire. Aquí tiene cuatro camisas, cuatro pantalones, dos chaquetas,
dos pares de zapatos, todo de su talla. Y un grueso abrigo de lana...
aquí en Treviso hace mucho frío.
Joel contempló su nuevo vestuario. Las prendas estaban perfectamente
colgadas, todas planchadas y listas para su uso. Los colores eran
discretos, de muy buen gusto, y todas las camisas se podían combinar
con cada chaqueta y cada par de pantalones. Al final, se encogió de
51
hombros diciendo:
–Gracias.
–En ese cajón de ahí encontrará un cinturón, calcetines, ropa interior,
todo lo que necesite. En el cuarto de baño hay todos los artículos de
aseo necesarios.
–¿Qué puedo decirle?
–Y aquí en el escritorio hay dos pares de gafas. –Luigi tomó un par y
lo sostuvo contra la luz. Las pequeñas lentes rectangulares estaban rodeadas
por una fina montura negra metálica, muy europea–. Armani –
dijo Luigi con cierto orgullo.
–¿Gafas de lectura?
–Sí y no. Le sugiero que se las ponga siempre que salga de esta habitación.
Forman parte del disfraz, Marco. Parte de su nuevo yo.
–Hubiese tenido usted que conocer al antiguo.
–No, gracias. El aspecto es muy importante para los italianos, sobre
todo para nosotros los del norte. Su atuendo, sus gafas, su corte de cabello,
todo tiene que encajar debidamente para no llamar la atención.
Joel se sintió de pronto muy cohibido, pero, qué demonios, pensó
después. Llevaba enfundado en la ropa de la cárcel más tiempo del que
hubiera querido recordar. En sus días de gloria se gastaba habitualmente
tres mil dólares en un traje impecablemente confeccionado a la medida.
Luigi le seguía dando instrucciones.
–Nada de pantalones cortos, nada de calcetines negros y calzado deportivo
blanco, nada de pantalones de poliéster y camisas de golf y, por
favor, no empiece a engordar.
–¿Cómo se dice en italiano «anda y que te jodan»?
–Ya llegaremos a eso más tarde. Los hábitos y las costumbres son
importantes. Son fáciles de aprender y muy agradables. Por ejemplo,
nunca pida un cappuccino después de las diez y media de la mañana.
En cambio, un espresso se puede pedir a cualquier hora del día. ¿Lo sabía?
–Pues no.
–Sólo los turistas piden cappuccinos después del almuerzo o la cena.
Una vergüenza. Toda aquella leche con el estómago lleno.
Por un instante, Luigi frunció el entrecejo como si estuviera a punto
de vomitar de asco.
Joel levantó la mano derecha diciendo:
–Juro no hacerlo jamás.
–Siéntese –dijo Luigi, señalándole un pequeño escritorio y dos sillas.
Ambos se sentaron y procuraron ponerse cómodos. Luigi añadió–: Pri52
mero, la habitación. Está a mi nombre, pero el personal cree que un
hombre de negocios canadiense se alojará un par de semanas aquí.
–¿Un par de semanas?
–Sí, después se trasladará usted a otro sitio. –Luigi lo dijo en el tono
más siniestro posible, como si unas cuadrillas de asesinos ya estuvieran
en Treviso buscando a Joel Backman–. A partir de este momento, dejará
usted un rastro. Métaselo en la cabeza: cualquier cosa que haga,
cualquier persona con quien hable... todo formará parte de su rastro. El
secreto de la supervivencia es dejar tan pocas pistas como sea posible.
Hable con muy pocas personas, incluidos el recepcionista del mostrador
de la entrada y la gobernanta. El personal del hotel observa a los clientes
y suele tener muy buena memoria. Dentro de seis meses alguien
podría venir a este mismo hotel y empezar a hacer preguntas acerca de
usted. Podría llevar consigo una fotografía. Podría ofrecer sobornos. Y el
recepcionista podría acordarse repentinamente de usted y del hecho de
que apenas hablaba italiano.
–Tengo una pregunta.
–Y yo tengo muy pocas respuestas.
–¿Por qué aquí? ¿Por qué en un país donde no puedo hablar el idioma?
¿Por qué no en Inglaterra o Australia donde podría mezclarme con
más facilidad?
–Esta decisión la tomó otra persona, Marco, no yo.
–Ya me lo imaginaba.
–Pues, ¿por qué lo pregunta?
–No lo sé. ¿Puedo pedir un traslado?
–Otra pregunta inútil.
–Es un chiste malo, no una mala pregunta.
–¿Podemos seguir?
–Sí.
–Durante los primeros días lo llevaré a comer y a cenar. Saldremos
por ahí, siempre a lugares distintos. Treviso es una bonita ciudad con
muchos cafés y los visitaremos todos. Tiene que empezar a pensar en
el día en que yo ya no esté aquí. Tenga cuidado con las personas que
conozca.
–Tengo otra pregunta.
–Sí, Marco.
–Es sobre el dinero. La verdad es que no me gusta estar sin un céntimo.
¿Tienen ustedes previsto concederme una asignación o algo por el
estilo? Le lavaré el coche y me encargaré de otras tareas.
–¿Qué es una asignación?
–Dinero en efectivo, ¿comprende? Dinero para gastos.
53
–No se preocupe por el dinero. De momento, yo me encargo de las
cuentas. No pasará hambre.
–De acuerdo.
Luigi rebuscó en el profundo bolsillo de la chaqueta y sacó un teléfono
móvil.
–Esto es para usted.
–¿Y a quién voy a llamar exactamente?
–A mí, si necesita algo. Mi número está en la parte de atrás.
Joel aceptó el móvil y lo dejó encima del escritorio.
–Tengo apetito. He estado soñando con un almuerzo con pasta, vino
y postre y, naturalmente, un espresso, no un cappuccino a esta hora, y
después quizá la siesta de rigor. Ahora ya llevo cuatro días en Italia y
no he comido más que maíz frito y bocadillos. ¿Qué dice?
Luigi consultó su reloj.
–Conozco el lugar apropiado, pero primero un poco más de instrucción.
Usted no habla italiano, ¿de acuerdo?
Joel puso los ojos en blanco y trató de sonreír diciendo:
–No, jamás tuve ocasión de aprender italiano, francés, alemán ni ningún
otro idioma. Soy estadounidense, Luigi, ¿comprende? Mi país es
más grande que toda Europa junta. Me basta con saber inglés.
–Recuerde que es usted canadiense.
–De acuerdo, lo que sea, pero estamos aislados. Sólo nosotros y los
estadounidenses.
–Mi misión es mantenerlo a salvo.
–Gracias.
–Y, para ayudarnos a conseguirlo, tiene que aprender mucho italiano
tan rápido como pueda.
–Lo comprendo.
–Tendrá un profesor, un joven estudiante llamado Ermanno. Estudiará
con él por la mañana y también por la tarde. El trabajo será duro.
–¿Durante cuánto tiempo?
–Todo el que haga falta. Eso depende de usted. Si trabaja con empeño,
en tres o cuatro meses podría defenderse por su cuenta.
–¿Cuánto tardó usted en aprender inglés?
–Mi madre es estadounidense. En casa hablábamos inglés y fuera italiano.
–Eso es jugar con ventaja. ¿Qué más habla usted?
–Español, francés, algunos otros idiomas. Ermanno es un profesor
excelente. El aula está unas puertas más abajo.
–¿No aquí, en el hotel?
–No, no, Marco. Tiene usted que pensar en su rastro. ¿Qué dirían el
54
botones o la gobernanta si un chico se pasara cuatro horas diarias en la
habitación con usted?
–Dios nos libre.
–La gobernanta escucharía detrás de la puerta y oiría las lecciones.
Se lo diría a su jefe. En cuestión de uno o dos días todo el personal sabría
que el hombre de negocios canadiense está estudiando intensamente.
¡Durante cuatro horas al día!
–Lo entiendo. Y ahora, el almuerzo.
Al salir del hotel, Joel consiguió mirar con una sonrisa al recepcionista,
al conserje y al jefe de los botones sin decir ni una sola palabra. Recorrieron
una manzana hasta el centro de Treviso, la Piazza dei Signori,
la plaza principal rodeada de pórticos y cafés. Era mediodía y el tráfico
de peatones, muy intenso, pues la gente se estaba yendo a almorzar. El
tiempo estaba refrescando, pero Joel se encontraba muy a gusto con su
nuevo abrigo de lana. Se esforzaba todo lo que podía en parecer italiano.
–¿Dentro o fuera? –preguntó Luigi.
–Dentro –contestó Joel, entrando en el Caffé Beltrame, que daba a la
piazza.
Una estufa de ladrillo junto a la entrada calentaba el local y los efluvios
del cotidiano festín se filtraban desde la parte de atrás. Luigi y el
jefe de camareros hablaron simultáneamente, se rieron y después encontraron
una mesa junto al ventanal que daba a la calle.
–Hemos tenido suerte –dijo Luigi mientras ambos se quitaban el abrigo
y se sentaban–. El plato especial de hoy es faraona con polenta.
–¿Y eso qué es?
–Pintada con polenta.
–¿Y qué más?
Luigi estaba estudiando una pizarra que colgaba de una tosca viga
transversal.
–Panzerotti di funghi al burro... raviolis grandes de setas fritos. Conchiglie
di cavolfiori... conchas de vieira con coliflor. Spiedino di carne
misto alia griglia... brochetas de carne variada a la parrilla.
–Me lo como todo.
–El vino de la casa es muy bueno.
–Lo prefiero tinto.
En pocos minutos el café se llenó de clientes habituales, todos los
cuales parecían conocerse entre sí. Un afable hombrecillo pasó velozmente
por delante de la mesa con un sucio delantal blanco, se detuvo
55
justo lo suficiente para cruzar la mirada con Joel y no anotó nada mientras
Luigi soltaba una larga lista de lo que querían comer. Llegó una jarra
de vino de la casa con un cuenco de aceite de oliva tibio y una bandeja
de focaccia, torta cortada en rebanadas, y Joel empezó a comer.
Luigi estaba ocupado explicando las complejidades del almuerzo y el
desayuno, las costumbres, las tradiciones y los errores cometidos por
los turistas que intentaban hacerse pasar por auténticos italianos.
Con Luigi todo sería una experiencia de aprendizaje.
Aunque Joel sorbió y saboreó muy despacio el primer vaso de vino, el
alcohol se le subió directamente a la cabeza. Una maravillosa sensación
de calor y un entumecimiento se apoderaron de su cuerpo. Era libre,
tenía muchos años por delante y estaba sentado en un rústico y pequeño
café de una ciudad italiana de la que jamás había oído hablar, bebiéndose
un exquisito vino de la zona y aspirando los efluvios de un delicioso
festín. Miró sonriendo a Luigi mientras éste seguía con sus explicaciones,
pero, en determinado momento, Joel se perdió en otro mundo.
Ermanno afirmaba tener veintitrés años, pero no aparentaba más de
dieciséis. Era alto, estaba dolorosamente delgado y, con su cabello de
color arena y sus ojos de color avellana, más parecía alemán que italiano.
Además, era muy tímido y muy nervioso y a Joel no le gustó la primera
impresión.
Se reunieron con Ermanno en su pequeño apartamento del tercer piso
de un desvencijado edificio situado a unas seis manzanas de distancia
del hotel de Joel. Constaba de tres pequeñas habitaciones –una cocina,
un dormitorio y una zona de estar–, pero, puesto que Ermanno
era estudiante, semejante ambiente no era inesperado. Sin embargo,
todo daba la impresión de que el chico acababa de instalarse allí y podía
mudarse a otro sitio de un momento a otro.
Se sentaron alrededor de un pequeño escritorio situado en el centro
de la sala de estar. No había televisor. La habitación era fría y estaba
muy mal iluminada, por lo que Joel no pudo por menos que pensar que
lo habían llevado a una especie de lugar clandestino donde a los fugitivos
se les mantiene con vida y se los traslada de un sitio a otro en secreto.
El calor del almuerzo de dos horas de duración se estaba disipando
rápidamente. El nerviosismo de su profesor no contribuía a mejorar la
situación.
Al ver que Ermanno se mostraba incapaz de controlar la reunión, Lui56
gi intervino rápidamente para poner en marcha las cosas. Sugirió que
estudiaran cada mañana de nueve a once con una pausa de dos horas y
que, después, reanudaran las clases hasta que se cansaran. Ermanno y
Joel parecieron de acuerdo, pero a éste se le ocurrió una pregunta: «Si
mi nuevo hombre de aquí es un estudiante, ¿cómo tiene tiempo para
pasarse el día dándome clase?» Pero lo dejó correr. Ya intentaría averiguarlo
más tarde.
¡Oh, la de preguntas que se acumulaban en su mente!
Al final, Ermanno se tranquilizó y describió los detalles del curso.
Cuando hablaba despacio, no se le notaba mucho el acento. Pero,
cuando corría, cosa que tendía a hacer, su inglés habría podido sonar a
italiano. Una vez Luigi lo interrumpió para decirle:
–Ermanno, es importante que hables muy despacio, por lo menos los
primeros días.
–Gracias –dijo Joel dándoselas de listillo.
Ermanno se ruborizó y consiguió decir tímidamente:
–Perdón.
Entregó su primera remesa de material de estudio: el primer volumen
del curso junto con una pequeña grabadora y dos casetes.
–Las cintas siguen el orden del curso –explicó muy despacio–. Esta
noche tendrías que estudiar el primer capítulo y escuchar cada cinta
vanas veces. Mañana empezaremos por ahí.
–Será un curso muy intensivo –terció Luigi, ejerciendo más presión,
como si fuera necesario.
–¿Dónde aprendiste inglés? –preguntó Joel.
–En la universidad –contestó Ermanno–. En Bolonia.
–¿O sea que no has estudiado en Estados Unidos?
–Sí que he estudiado –contestó el chico mirando nerviosamente a
Luigi, como si prefiriera no hablar de nada que ocurriera en Estados
Unidos. A diferencia de Luigi, Ermanno era muy transparente y estaba
claro que no era un profesional.
–¿Dónde? –preguntó Joel, insistiendo para ver qué podía averiguar.
–Furman –contestó Ermanno–. Una pequeña escuela de Carolina del
Sur.
–¿Cuándo estuviste allí?
Luigi acudió en su rescate, carraspeando.
–Ya habrá tiempo más tarde para estas conversaciones intrascendentes.
Es importante que te olvides del inglés, Marco. A partir de hoy, vivirás
en un mundo italiano. Todo lo que toques tiene un nombre italiano.
Todo lo que pienses lo tendrás que traducir. Dentro de una semana
57
pedirás las consumiciones en los restaurantes. Dentro de dos semanas
soñarás en italiano. Es una inmersión total y absoluta en el idioma y la
cultura, y no hay vuelta atrás.
–¿Podríamos empezar a las ocho de la mañana? –preguntó Joel.
Ermanno lo miró, se agitó con cierta impaciencia y, al final, dijo:
–Quizás a las ocho y media.
–Muy bien, estaré aquí a las ocho y media.
Abandonaron el apartamento y regresaron dando un paseo a la Piazza
dei Signori. Era media tarde, el tráfico había disminuido considerablemente
y las aceras estaban casi desiertas. Luigi se detuvo delante de la
Trattoria del Monte y señaló la puerta diciendo:
–Me reuniré aquí mismo contigo a las ocho para cenar, ¿de acuerdo?
–Sí, de acuerdo.
–¿Sabes dónde está tu hotel?
–Sí, el albergo.
–¿Y tienes un plano de la ciudad?
–Sí.
–Muy bien. Ahora vete por tu cuenta, Marco.
Dicho lo cual, Luigi se adentró en una callejuela y desapareció. Joel se
lo quedó mirando un segundo y después reanudó su paseo hasta la plaza
principal.
Se sentía muy solo. Cuatro días después de haber abandonado Rudley
era por fin libre, no llevaba escolta y puede que nadie lo observara,
aunque lo dudaba. Decidió inmediatamente moverse por la ciudad e ir a
lo suyo como si nadie lo vigilara.
Y decidió también, mientras fingía contemplar el escaparate de una
pequeña tienda de artículos de cuero, no pasarse el resto de la vida volviendo
la cabeza.
No lo encontrarían.
Vagó sin rumbo hasta llegar a la Piazza San Vito, una plazoleta donde
había dos iglesias desde hacía setecientos años. Tanto la iglesia de Santa
Lucia como la de San Vito estaban cerradas, pero, según decía la vetusta
placa de latón, ambas volverían a abrir de cuatro a seis de la tarde.
¿Qué clase de lugar cierra desde el mediodía a las cuatro de la tarde?
Los bares no estaban cerrados, simplemente desiertos. Al final, hizo
acopio de valor y entró en uno. Acercó un taburete, contuvo la respiración
y pronunció la palabra «bina» cuando el barman estuvo más cerca.
El barman le contestó algo, esperó una respuesta y, por una décima
58
de segundo, Joel estuvo tentado de salir disparado del local. Pero entonces
vio el barril, lo señaló como si supiera muy bien lo que quería y
el barman alargó la mano hacia una jarra vacía.
La primera cerveza en seis años. Estaba fría, era densa y aromática y
la saboreó sorbo a sorbo. Una telenovela sonaba desde un televisor del
fondo del bar. Prestó atención de vez en cuando, no entendió ni una sola
palabra y trató de convencerse de que conseguiría dominar el idioma.
Mientras estaba tomando la decisión de marcharse y regresar dando un
paseo a su hotel, miró por la ventana de la fachada.
Vio pasar a Stennett.
Entonces pidió otra cerveza.
7
El caso Backman había sido ampliamente comentado por Dan Sandberg,
un veterano del Washington Post. En 1998, había revelado la historia
de ciertos documentos altamente secretos que habían abandonado
el Pentágono sin autorización.
La investigación del FBI que inmediatamente se abrió lo mantuvo
ocupado durante medio año, en cuyo transcurso publicó dieciocho reportajes,
casi todos de primera plana. Tenía contactos fidedignos tanto
en la CIA como en el FBI. Conocía a los socios de Backman, Pratt & Bolling,
y se había pasado algún tiempo en sus despachos. Acosó al Departamento
de Justicia en demanda de información. Estaba presente en
la sala del tribunal el día en que Backman se declaró precipitadamente
culpable y desapareció.
Un año más tarde había escrito uno o dos libros acerca del escándalo.
Vendió un respetable número de 24.000 ejemplares en tapa dura y, en
otros formatos, aproximadamente la mitad. En el transcurso de sus investigaciones,
Sandberg estableció ciertas relaciones básicas. Una de
ellas resultó ser una valiosa aunque completamente inesperada fuente
de información: Un mes antes de la muerte de Jacy Hubbard, Cari
Pratt, que por aquel entonces era objeto de una grave acusación al
igual que casi todos los socios más antiguos del bufete, se había puesto
en contacto con él y concertado una cita. Al final, ambos acabaron reuniéndose
más de doce veces mientras el escándalo seguía su curso, y
en los años sucesivos se habían convertido en amigos de copas y solían
reunirse de tapadillo por lo menos un par de veces al año para intercambiar
chismes.
Tres días después de la divulgación de la noticia del indulto, Sandberg
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llamó a Pratt y concertó una cita con él en su local preferido, un bar estudiantil
próximo a la Universidad de Georgetown.
Pratt tenía un aspecto espantoso, como si se hubiera pasado varios
días bebiendo. Pidió un vodka; Sandberg prefirió seguir con la cerveza.
–Bueno pues, ¿dónde está tu chico? –preguntó Sandberg sonriendo.
–Ya no está en la cárcel, eso seguro. Pratt tomó un sorbo casi letal de
vodka y emitió un chasquido con los labios.
–¿Ni una sola palabra de él?
–Nada. Ni yo ni nadie del bufete.
–¿Te sorprendería que llamara o pasara por allí?
–Sí y no. Nada puede sorprenderme de Backman. –Más vodka–. Si
jamás volviera a poner los pies en el distrito de Columbia, tampoco me
sorprendería. Si apareciera mañana y anunciara la creación de un nuevo
bufete, no me sorprendería.
–El indulto te sorprendió.
–Sí, pero eso no ha sido obra de Backman, ¿verdad?
–Lo dudo.
Pasó una estudiante y Sandberg le echó un vistazo. Se había divorciado
un par de veces y siempre andaba al acecho. Tomó un sorbo de
cerveza diciendo:
–No puede ejercer la profesión, ¿verdad? Creo que le retiraron la licencia.
–Eso no constituiría ningún obstáculo para Backman. Lo llamaría «relaciones
gubernamentales» o «asesoría» o cualquier otra cosa. Los lobbys
son su especialidad y para eso no hace falta ninguna licencia. Qué
demonios, la mitad de los abogados de esta ciudad no sabría ni dónde
está el Palacio de Justicia. Pero seguro que todos saben dónde está el
Congreso.
–¿Y qué me dices de los clientes?
–Eso no va a ocurrir. Backman no regresará al distrito de Columbia. A
no ser que tú hayas averiguado otra cosa.
–No he averiguado nada. Ha desaparecido. En la cárcel nadie dice ni
una sola palabra. No consigo que nadie del penal suelte prenda.
–¿Cuál es tu teoría? –preguntó Pratt, apurando su consumición como
si ya estuviera preparado para otra.
–Hoy he descubierto que Teddy Maynard fue a la Casa Blanca a última
hora del día diecinueve. Sólo alguien como Teddy podría arrancarle
algo a Morgan. Backman salió probablemente escoltado y ha desaparecido.
–¿Testigo protegido?
–Algo así. La CIA ya ha ocultado a gente otras veces. Tienen que
60
hacerlo. No consta nada oficialmente, pero tienen recursos.
–Pero ¿por qué ocultar a Backman?
–Venganza. ¿Recuerdas a Aldrich Arnés, el topo más grande de la historia
de la CIA?
–Pues claro.
–Ahora está encerrado a buen recaudo en algún penal federal. ¿No
sabes que a la CIA le encantaría cargárselo? No pueden hacerlo porque
va en contra de la ley... No pueden centrar su objetivo en ciudadanos
de Estados Unidos, ni aquí ni en el extranjero.
–Backman no era un topo de la CIA. Qué caray, odiaba a Teddy Maynard
y el sentimiento era recíproco.
–Maynard no lo mataría. Organizaría las cosas de tal manera que alguien
esté encantado de hacerlo.
Pratt se estaba levantando.
–¿Quieres otra? –preguntó, señalando la cerveza.
–Tal vez más tarde –contestó Sandberg.
Levantó su jarra por segunda vez e ingirió un sorbo.
Pratt regresó con un vodka doble, se sentó y preguntó:
–O sea que tú crees que los días de Backman están contados.
–Me has preguntado mi teoría. Cuéntame la tuya.
Un razonable trago de vodka y después:
–El mismo resultado, pero desde un ángulo ligeramente distinto. –
Pratt sumergió el dedo en la bebida, la removió y se lamió el dedo
mientras reflexionaba unos segundos–. Todo confidencial, ¿de acuerdo?
–Naturalmente.
Habían hablado tanto a lo largo de los años que todo era siempre
confidencial.
–Transcurrió un período de ocho días entre la muerte de Hubbard y la
declaración de culpabilidad de Backman. Fue un período tremendo.
Tanto Kim Bolling como yo estábamos bajo la protección del FBI las
veinticuatro horas del día y en todas partes. Muy curioso, en realidad.
El FBI estaba tratando por todos los medios de enviarnos a la cárcel para
siempre y, al mismo tiempo, se sentía obligado a protegernos. –Un
sorbo mientras miraba a su alrededor para ver si algún estudiante escuchaba
con disimulo. No vio a ninguno–. Hubo algunas amenazas, algunas
actuaciones muy serias por parte de las mismas personas que se
habían cargado a Jacy Hubbard. Más tarde el FBI nos quitó la protección,
meses después de la marcha de Backman, cuando la situación ya
se había calmado. Nos sentimos un poco más tranquilos, pero Bolling y
yo continuamos dos años pagándonos un servicio de vigilancia armada.
Yo sigo mirando por el espejo retrovisor. El pobre Kim ha perdido el jui61
cio.
–¿Quién profirió las amenazas?
–Los mismos que estarían encantados de descubrir el paradero de
Joel Backman.
–¿Quiénes?
–Backman y Hubbard habían acordado vender su pequeño producto a
los saudíes a cambio de una impresionante cantidad de dinero. Muy
elevada, pero muy inferior al coste de la construcción de todo un nuevo
sistema de satélites. El acuerdo se fue al carajo. Hubbard resultó muerto,
Backman fue inmediatamente enviado a la cárcel y la cosa no les
hizo ninguna gracia a los saudíes. Tampoco a los israelíes, porque ellos
también querían cerrar un trato. –Hizo una pausa para tomar un trago,
como si necesitara un poco más de fuerza para terminar la historia–.
Después tenemos a los que crearon inicialmente el sistema.
–¿Los rusos?
–No es probable. A Jacy Hubbard le encantaban las chicas asiáticas.
Lo vieron por última vez saliendo de un bar con una preciosa chiquita
de torneadas piernas, largo cabello negro y rostro redondo, originaria
de algún lugar del otro extremo del mundo. La China comunista utiliza
aquí a miles de personas para obtener información. Todos sus estudiantes,
hombres de negocios y diplomáticos en Estados Unidos. Este lugar
está lleno de chinos que se dedican a fisgar. Además, sus servicios de
inteligencia cuentan con unos agentes muy eficaces. Por una cosa de
este tipo, no vacilarían en perseguir a Hubbard y Backman.
–¿Estás seguro de que es la China comunista?
–Nadie está seguro, hombre. Puede que Backman lo sepa, pero jamás
se lo dijo a nadie. Ten en cuenta que la CIA ni siquiera estaba al corriente
de la existencia de este sistema. Los pillaron con los pantalones
bajados y el viejo Teddy aún está intentando ponerse al día.
–El viejo Teddy se lo está pasando en grande, ¿eh?
–Con toda seguridad. Le soltó a Morgan una información sobre la seguridad
nacional. Morgan, como era de esperar, se lo traga. Backman
sale. Teddy lo saca a escondidas del país y después vigila para ver
quién aparece con una pistola. Es un juego en el que Teddy no puede
perder.
–Es brillante.
–Es más que brillante, Dan. Piénsalo bien. Cuando Joel Backman se
encuentre con su asesino, nadie lo sabrá jamás. Nadie sabe dónde está.
Nadie sabrá quién es cuando encuentren su cuerpo.
–Si es que lo encuentran.
–Exactamente.
62
–¿Y Backman lo sabe?
Pratt apuró su segundo trago y se secó la boca con la manga. Estaba
frunciendo el ceño.
–Backman no tiene un pelo de tonto. Pero buena parte de lo que sabemos
salió a la luz cuando él se fue. Sobrevivió seis años en la cárcel y
probablemente cree que podrá sobrevivir a cualquier cosa.
Critz entró en un pub cerca del hotel Connaught de Londres. Caía una
persistente lluvia y necesitaba un lugar donde guarecerse.
Su mujer se encontraba en el pequeño apartamento que su nuevo jefe
les había alquilado, por lo que Critz podía permitirse el lujo de permanecer
sentado en un abarrotado pub donde nadie le conocía y tomarse
un par de cervezas. Ya llevaba una semana en Londres y todavía
faltaba otra para que cruzara de nuevo el Atlántico de regreso al distrito
de Columbia, donde aceptaría un miserable trabajo como miembro de
un lobby por cuenta de una empresa que fabricaba, entre otra quincalla,
misiles defectuosos que el Pentágono aborrecía, pero que, a pesar
de ello, se vería obligado a comprar porque la empresa contaba con todos
los grupos de presión apropiados.
Encontró un reservado desocupado, sólo parcialmente visible a través
de la bruma del humo de tabaco, entró y se sentó detrás de su cerveza.
Qué agradable resultaba beber solo sin la preocupación de que alguien
le viera y corriera a decirle:
«Oye, Critz, ¿qué pensabais hacer, estúpidos, con el veto de Berman?
» Bla, bla, bla.
Escuchó las joviales voces británicas de los clientes que iban y venían.
Ni siquiera le molestaba el humo. Estaba solo y era anónimo y disfrutaba
de aquella intimidad.
Sin embargo, su anonimato no era completo. A su espalda apareció
un hombrecillo tocado con una vieja gorra de marinero, entró en el reservado
y se situó al otro lado de la mesa. Le pegó un susto.
–¿Le importa que me siente aquí con usted, señor Critz? –dijo el marinero,
esbozando una sonrisa que dejó al descubierto unos grandes y
amarillentos dientes.
Critz recordaría más adelante aquellos sucios dientes.
–Siéntese –dijo Critz en un tono cansado–. ¿Cómo se llama?
–Ben.
No era británico y el inglés no era su lengua materna. Ben tenía unos
treinta años, cabello oscuro, ojos castaños y una larga y puntiaguda nariz
que le confería un aspecto más bien griego.
–No tiene apellido, ¿eh? –Critz tomó un sorbo de su cerveza y dijo–:
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¿Cómo ha averiguado exactamente mi apellido?
–Lo sé todo de usted.
–No sabía que fuera tan famoso.
–Yo a eso no lo llamaría fama, señor Critz. Seré breve. Trabajo por
cuenta de unas personas que necesitan desesperadamente localizar a
Joel Backman. Le pagarán una cuantiosa suma de dinero en efectivo.
Dinero en efectivo en una caja o dinero en efectivo en un banco suizo,
no importa. Se puede hacer rápidamente, en cuestión de horas. Usted
nos dice dónde está, cobra un millón de dólares y jamás nadie lo sabrá.
–¿Cómo me han localizado?
–Muy sencillo, señor Critz. Digamos que somos profesionales.
–¿Espías?
–Eso no tiene importancia. Somos quienes somos y vamos a encontrar
al señor Backman. El caso es, ¿quiere usted el millón de dólares?
–No sé dónde está.
–Pero lo puede averiguar.
–Tal vez.
–¿Le interesa el negocio?
–No por un millón de dólares.
–Pues, ¿por cuánto?
–Tendré que pensarlo.
–Piénselo rápido.
–¿Y si no consigo obtener la información?
–En tal caso, jamás lo volveremos a ver. Este encuentro jamás tuvo
lugar. Es muy fácil.
Critz ingirió un buen trago de su cerveza y reflexionó acerca del asunto.
–De acuerdo, supongamos que consigo obtener esta información, no
soy muy optimista al respecto, pero ¿y si tengo suerte? Entonces,
¿qué?
–Toma usted un avión de la Lufthansa desde Dulles hasta Amsterdam
en primera clase. Se registra en el hotel Amstel de la calle Biddenham.
Ya le encontraremos, tal como lo hemos encontrado aquí.
Critz hizo una pausa y se aprendió los detalles de memoria.
–¿Cuándo? –preguntó.
–Lo antes posible, señor Critz. Hay otros que lo están buscando.
Ben desapareció con la misma rapidez con que había aparecido y dejó
a Critz mirando entre el humo mientras se preguntaba si todo habría
sido un sueño. Critz abandonó el pub una hora más tarde con el rostro
oculto bajo un paraguas, completamente seguro de que lo estaban vigi64
lando.
¿También lo vigilarían en Washington? Tenía la inquietante sensación
de que sí.
8
La siesta no dio resultado. El vino del almuerzo y las dos cervezas de
la tarde tampoco le sirvieron de nada. Tenía simplemente demasiadas
cosas en que pensar.
Además, estaba muy descansado; tenía suficiente sueño acumulado
en el cuerpo. Seis años en solitario encierro reducen el cuerpo humano
a un estado tan pasivo que el sueño se convierte en la principal actividad.
Durante los primeros meses en Rudley, Joel dormía ocho horas por
la noche y hacía una buena siesta después del almuerzo, lo cual era
comprensible teniendo en cuenta lo poco que había dormido durante los
veinte años anteriores, en que se pasaba la vida manteniendo en pie la
República de día y persiguiendo faldas hasta el amanecer. Al cabo de un
año, podía dormir nueve y a veces hasta diez horas. Había muy poco
más que hacer aparte de leer y ver un poco la televisión.
Una vez, por puro aburrimiento, llevó a cabo un estudio, una de sus
muchas encuestas clandestinas, pasando una hoja de papel de celda en
celda mientras los guardias hacían la siesta y, de treinta y siete encuestados
de su bloque, el porcentaje era de once horas de sueño al día.
Mo, el delator de la mafia, aseguraba dormir dieciséis horas y a menudo
se le oía dormir al mediodía. Mad Cow Miller era el que menos dormía,
apenas tres horas, pero el pobre hombre había perdido el juicio hacía
años, por lo que Joel se vio obligado a eliminar sus respuestas del estudio.
Había períodos de insomnio, largos períodos en que se pasaba el rato
mirando al techo y pensando en los errores y en los hijos y los nietos,
en la humillación del pasado y el temor del futuro. Y había semanas en
que le facilitaban pildoras para dormir en la celda, de una en una, pero
jamás le daban resultado. Joel sospechaba que eran simples placebos.
Pero en seis años había dormido demasiado. Ahora su cuerpo estaba
muy descansado. Y su mente trabajaba en exceso.
Se levantó lentamente de la cama donde llevaba una hora tumbado
incapaz de cerrar los ojos y se acercó a la mesita donde tomó el móvil
que Luigi le había facilitado. Se lo llevó a la ventana, tecleó los números
pegados con cinta adhesiva en la parte posterior y, tras cuatro timbrazos,
oyó una conocida voz.
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–Ciao, Marco. Come stai?
–Simplemente comprobando a ver si funciona este chisme –contestó
Joel.
–¿Me crees capaz de darte un teléfono defectuoso? –preguntó Luigi.
–No, por supuesto que no.
–¿Qué tal la siesta?
–Pues muy buena, estupenda. Te veré a la hora de cenar.
–Ciao.
¿Dónde estaba Luigi? ¿Acechando allí cerca con un móvil en el bolsillo,
esperando a que Joel lo llamara? ¿Vigilando el hotel? Si Stennett y
el chofer estaban todavía en Treviso, con Luigi y Ermanno habría en total
cuatro «amigos» por decirlo de alguna manera encargados de vigilar
a Joel Backman.
Asió el teléfono y se preguntó quién más de allí afuera estaría al corriente
de la llamada. ¿Quién más estaría escuchando? Contempló la
calle de abajo y se preguntó quién estaría allí. ¿Sólo Luigi?
Rechazó aquellos pensamientos y se sentó a la mesa. Le apetecía un
café, tal vez un espresso doble para que se le pusieran en marcha los
nervios, de ninguna manera un cappuccino debido a lo tardío de la
hora, pero no estaba preparado para descolgar el auricular y pedirlo.
Podía decir «hola» y «café» en italiano, pero había toda otra serie de
palabras que todavía ignoraba.
¿Cómo puede sobrevivir un hombre sin un café cargado? En otros
tiempos, su secretaria preferida solía servirle su primera taza de un impresionante
brebaje turco exactamente a las seis y media de la mañana,
seis días a la semana. Había estado casi a punto de casarse con
ella. A las diez de la mañana, el intermediario estaba tan tenso que
arrojaba cosas, les pegaba gritos a sus subordinados y atendía tres llamadas
al mismo tiempo mientras unos senadores permanecían a la espera.
Aquel recuerdo no le gustó. Raras veces le gustaban sus recuerdos.
Tenía muchos y se había pasado seis años librando en solitario una encarnizada
batalla mental para depurar su pasado.
Volviendo al café, le asustaba pedirlo porque temía el idioma. Joel
Backman jamás le había tenido miedo a nada y, si había sido capaz de
seguir el desarrollo de trescientas disposiciones legales a través del laberinto
del Congreso y efectuar cien llamadas telefónicas al día sin apenas
examinar el Rolodex o una agenda, estaba seguro de que podría
aprender suficiente italiano para pedir un café.
Colocó cuidadosamente el material de estudio de Ermanno sobre la
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mesa y examinó la sinopsis. Comprobó las pilas de la pequeña grabadora
y tomó las cintas. La primera clase de la lección era un tosco dibujo
en color de la sala de estar de una familia con mamá, papá y los niños
viendo la televisión. Los objetos estaban indicados tanto en el idioma
materno como en italiano: puerta y porta, sofá y sofá, ventana y finestra,
cuadro y quadro, etc. El chico era un ragazzo, la madre era la madre,
el viejo que se tambaleaba en un rincón apoyado en un bastón era
el abuelo o il nonno.
Cinco páginas más adelante estaban la cocina, el dormitorio y el cuarto
de baño. Al cabo de una hora, y todavía sin café, Joel empezó a pasear
lentamente por su habitación, señalando y pronunciando en voz
baja los nombres de todo lo que veía: cama, letto, lámpara, lampada;
reloj, orologio; jabón, sapone. Había unos cuantos verbos incluidos por
precaución: hablar, parlare; comer, mangiare; beber, bere; pensar,
pensare. Se colocó ante el pequeño espejo (specchio) de su cuarto de
baño y trató de convencerse de que era efectivamente Marco. Marco
Lazzeri. «Sono Marco. Sono Marco», repetía. Soy Marco. Soy Marco.
En principio una tontería, pero tenía que hacer borrón y cuenta nueva.
Había demasiadas cosas en juego para aferrarse a un antiguo nombre
que lo podía matar. Si el hecho de ser Marco le podía salvar el pellejo,
pues sería Marco.
Marco. Marco. Marco.
Empezó a buscar palabras que no estuvieran en los dibujos. En su
nuevo diccionario encontró carta igienica para rollo de papel higiénico,
guanciale para almohada, soffitto para techo. Todo tenía un nuevo
nombre, todos los objetos de su habitación, de su pequeño y nuevo
mundo, todo lo que podía ver en aquel momento se convertía en algo
nuevo. Una y otra vez, mientras sus ojos saltaban de una cosa a otra,
pronunciaba la palabra italiana.
¿Y qué decir de sí mismo? Tenía un cervello, cerebro. Tocaba una
mano; un brazo, braccio; una pierna, gamba. Tenía que respirar, respirare;
ver, vedere; tocar, toccare; oír, sentire; dormir, dormire; soñar,
sognare.
Estaba divagando y se contuvo. Mañana Ermanno empezaría con la
primera lección, la primera descarga de vocabulario, poniendo el acento
en lo más básico: saludos y felicitaciones, conversación cortés, números
del uno al cien, los días de la semana, los meses del año e incluso el alfabeto.
Los verbos ser (essere) y haber (avere) se conjugaban en presente,
pasado simple y futuro.
67
A la hora de cenar, Marco ya se había aprendido de memoria toda la
primera lección y escuchado la correspondiente cinta una docena de veces.
Salió a la gélida noche y echó alegremente a andar hacia la Trattoria
del Monte, donde sabía que Luigi lo estaría esperando con una de las
mejores mesas y algunas excelentes sugerencias del menú. En la calle,
con la cabeza todavía dándole vueltas después de varias horas de memorización
mecánica, vio una motocicleta, una bicicleta, un perro y un
par de hermanas gemelas y se enfrentó con la dura realidad de no conocer
ninguna de aquellas palabras en su nuevo idioma.
Todo se lo había dejado en la habitación del hotel.
Pensando en la comida que lo esperaba, siguió impertérrito hacia delante,
confiando todavía en que él, Marco, podría llegar a convertirse en
cierto modo en un respetable italiano. En una mesa de la esquina, saludó
a Luigi con un ceremonioso gesto.
–Buona sera, signore, come esta?
–Soto bene, grazie, e tu?
–Molto bene, grazie –contestó Marco. Muy bien, gracias.
–Has estado estudiando, ¿verdad? –dijo Luigi.
–Pues sí, no tenía otra cosa que hacer.
Antes de que Marco pudiera desdoblar la servilleta, se acercó un camarero
con una botella de tinto de la casa protegida por una envoltura
de paja. Llenó con presteza dos copas y se marchó.
–Ermanno es un profesor estupendo –estaba diciendo Luigi.
–¿Lo has utilizado otras veces? –preguntó Marco como el que no
quiere la cosa.
–Sí.
–O sea que, ¿con cuánta frecuencia te traes aquí a alguien como yo y
lo conviertes en italiano?
Luigi esbozó una sonrisa diciendo:
–De vez en cuando.
–Cuesta un poco creerlo.
–Puedes creer lo que quieras, Marco. Todo es imaginario.
–Hablas como un espía.
Un encogimiento de hombros que no fue una verdadera respuesta.
–¿Para quién trabajas, Luigi?
–¿Tú para quién crees?
–Formas parte de un alfabeto... CIA, FBI, NSA. Puede que alguna oscura
rama del servicio de inteligencia militar.
–¿Te lo pasas bien, reuniéndote conmigo en estos encantadores restaurantes?
–preguntó Luigi.
–¿Tengo otra alternativa?
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–Sí. Como sigas haciendo estas preguntas, dejaremos de reunimos.
Y, cuando dejemos de reunimos, tu vida, a pesar de lo vulnerable que
ya es, se volverá todavía más frágil.
–Pensé que tu misión era proteger mi vida.
–Y lo es. Por consiguiente, deja de hacerme preguntas sobre mí. Te
aseguro que no hay respuestas.
Como si estuviera en nómina, el camarero eligió el momento más
oportuno para acercarse y depositó dos cartas de gran tamaño entre
ambos, modificando con ello hábilmente el rumbo que estaba siguiendo
la conversación. Marco frunció el entrecejo ante la lista de platos y recordó
una vez más hasta dónde llegaban sus conocimientos de italiano.
Al final reconoció las palabras caffe, vino y birra.
–¿Qué parece más recomendable? –preguntó.
–El chef es de Siena y, por consiguiente, le gustan los platos toscanos.
El risotto con funghi porcini es excelente como primer plato. Yo
tomaré un bistec florentino, que es sensacional.
Marco cerró la carta y aspiró los efluvios procedentes de la cocina.
–Tomaré las dos cosas.
Luigi cerró también la suya y le hizo una seña al camarero. Tras
haber pedido los platos, ambos se pasaron unos cuantos minutos bebiendo
vino en silencio.
–Hace unos años –empezó diciendo Luigi–, me desperté una mañana
en un pequeño hotel de Estambul. Solo y con unos quinientos dólares
en el bolsillo. Y un pasaporte falso. No hablaba una sola palabra de turco.
Mi enlace estaba en la ciudad, pero, si yo me hubiera puesto en
contacto con él, me habría visto obligado a buscarme una nueva carrera.
En diez meses exactamente tenía que regresar al mismo hotel y reunirme
con un amigo que me sacaría del país.
–Eso suena a adiestramiento básico de la CIA.
–Te has equivocado en la parte del alfabeto –dijo Luigi, haciendo una
pausa para tomar un sorbo de vino antes de seguir adelante–. Puesto
que disfruto con la comida, aprendí a sobrevivir. Me empapé del idioma
y la cultura y de todo lo que me rodeaba. Me las arreglé bastante bien,
me mezclé con el ambiente que me rodeaba y, diez meses más tarde,
cuando me reuní con mi amigo, tenía más de mil dólares en el bolsillo.
–Italiano, inglés, francés, español, turco... ¿qué más?
–Ruso. Me soltaron durante un año en Stalingrado.
Marco estuvo casi a punto de preguntar «quiénes», pero lo dejó correr.
No habría respuesta; además, ya creía conocerla.
–¿O sea que a mí me han soltado aquí?
69
El camarero depositó en la mesa una cesta de panecillos variados y
un pequeño cuenco de aceite de oliva. Luigi empezó a mojar y a comer,
y la pregunta quedó olvidada o ignorada. Les sirvieron más comida, una
bandejita de jamón y salame con aceitunas, y la conversación empezó a
languidecer. Luigi era un espía o un contraespía, o un agente secreto, o
un agente de alguna otra clase, o simplemente un enlace o un contacto,
o puede que un colaborador de segunda fila, pero era en primer lugar y
por encima de todo italiano. Todo el adiestramiento del mundo no pudo
desviar su atención del reto que tenía delante cuando la comida estuvo
servida.
Mientras comía, Luigi cambió de tema. Explicó los detalles de una cena
italiana como es debido. Primero, los antipasti, generalmente una
bandeja de carnes variadas como la que en aquellos momentos tenían
delante. Después, el primer plato, el primo, que, por regla general, es
una considerable ración de pasta, arroz, sopa o polenta, cuyo propósito
es preparar el estómago para el plato principal, el secondo, un sustancioso
plato de carne, pescado, cerdo, pollo o cordero. «Ten cuidado con los
postres», le advirtió en tono siniestro, mirando a su alrededor para
asegurarse de que el camarero no le estuviera escuchando. Meneó
compungido la cabeza para explicar que muchos buenos restaurantes
los compraban fuera y estaban tan cargados de azúcar o de licores baratos
que prácticamente se te cargaban los dientes.
Marco consiguió mostrarse lo suficientemente impresionado por aquel
escándalo nacional.
–Apréndete la palabra gelato –dijo Luigi con los ojos nuevamente brillantes.
–Helado –dijo Marco.
–Muy bien. Los mejores del mundo. Hay una gelateria unas puertas
más abajo. Iremos allí después de cenar.
El servicio de habitaciones terminaba a las doce de la noche. A las
11.55, Marco descolgó el auricular y marcó dos veces el número 44.
Tragó profundamente saliva y contuvo la respiración. Llevaba treinta
minutos practicando el diálogo.
Tras unos cuantos perezosos timbrazos en cuyo transcurso estuvo casi
a punto de colgar un par de veces, una soñolienta voz contestó diciendo:
–Buona sera.
Marco cerró los ojos y se lanzó.
70
–Buona sera. Vorrei un caffé, per favore. Un espresso doppio.
–Si, latte e zucchero? –¿Leche y azúcar?
–No, senza latte e zucchero.
–Si, cinque minuti.
–Grazie.
Marco colgó rápidamente para evitar el riesgo de un ulterior diálogo,
pese a que, dado el poco entusiasmo que se respiraba en el otro extremo
de la línea, dudaba mucho que tal cosa fuera posible. Se puso en
pie de un salto, levantó un puño en el aire y se dio una palmada en la
espalda por haber completado su primera lección en italiano. No había
habido el menor tropiezo. Cada una de las dos partes había comprendido
todo lo que decía la otra.
A la una de la madrugada aún se tomaba su espresso doble, saboreándolo
a pesar de que ya estaba frío. Mediada la tercera lección no
pensaba ni de lejos en el sueño, sólo en devorar todo el libro de texto
para su primera sesión con Ermanno.
Llamó a la puerta del apartamento con diez minutos de antelación.
Era una cuestión de control. Por más que intentara resistirse, regresaba
impulsivamente a sus viejos hábitos. Prefería ser él quien decidiera
cuándo empezarían las lecciones. Diez minutos antes o veinte minutos
después, la hora no importaba.
Mientras esperaba en el oscuro rellano, le vino repentinamente a la
memoria la reunión de altos vuelos de la cual había sido anfitrión una
vez en su enorme sala de juntas. La sala estaba abarrotada de ejecutivos
de multinacionales y peces gordos de distintas agencias gubernamentales,
todos ellos convocados allí por el intermediario. A pesar de
que la sala de juntas se encontraba a cincuenta pasos pasillo abajo de
su despacho, él hizo su entrada veinte minutos más tarde, pidiendo disculpas
y explicando que había estado hablando por teléfono con el despacho
del primer ministro de no sé qué país de segunda.
Mezquinos, mezquinos, mezquinos los juegos que se montaba.
Ermanno no pareció impresionado. Hizo esperar a su alumno por lo
menos cinco minutos antes de abrirle la puerta con una tímida sonrisa y
un amistoso:
–Buon giorno, signor Lazzeri.
–Buon giorno, Ermanno. Come stai?
–Molto bene, grazie. E tu?
–Molto bene, grazie.
Ermanno abrió un poco más la puerta y, con un amplio gesto de la
71
mano, añadió:
–Prego. Adelante, por favor.
Marco entró y se sorprendió una vez más de lo improvisado y provisional
que parecía todo. Dejó sus libros en la mesita del centro de la
habitación de la parte anterior del apartamento y decidió no quitarse el
abrigo. Fuera la temperatura era de unos seis grados centígrados y
aquel pequeño apartamento no estaba mucho más caldeado.
–Vorresti un caffé? –preguntó Ermanno. ¿Te apetece un café?
–Si, grazie.
Se había pasado unas dos horas durmiendo, de cuatro a seis, después
se había duchado y vestido y había decidido salir a las calles de
Treviso, donde encontró un bar abierto en el que se reunían los ancianos
tomando espressos y hablando todos a la vez. Le apetecía un poco
más de café, pero lo que de verdad necesitaba era tomar un bocado.
Un cruasán, un bollo o algo por el estilo, algo cuyo nombre todavía no
había aprendido. Llegó a la conclusión de que podría aguantarse el
hambre hasta el mediodía cuando se reuniera una vez más con Luigi
para efectuar otra incursión en la gastronomía italiana.
–Tú eres estudiante, ¿verdad? –preguntó en inglés cuando Ermanno
regresó de la cocina con dos tacitas.
–Non inglese, Marco, non inglese.
Y eso fue todo el inglés. Un brusco final; una áspera despedida definitiva
de su idioma materno. Ermanno se sentó a un lado de la mesa y
Marco al otro y, a las ocho y media en punto, ambos pasaron a la primera
página de la primera lección. Marco leyó el primer diálogo en italiano
y Ermanno hizo amablemente las correcciones aunque se quedó
muy impresionado de la preparación de su alumno. Se había aprendido
totalmente de memoria el vocabulario, pero el acento se tenía que trabajar.
Una hora más tarde, Ermanno empezó a señalar distintos objetos de
la habitación –alfombra, libro, revista, silla, quilt, cortinas, radio, suelo,
pared, mochila– y Marco contestó con soltura. Con un acento cada vez
más perfecto, soltó toda la lista de las expresiones de cortesía –buenos
días, cómo está usted, muy bien, gracias, por favor, hasta luego, adiós,
buenas noches– y treinta más. Recitó los días de la semana y los meses
del año. La lección terminó al cabo de sólo dos horas y Ermanno preguntó
si necesitaba un descanso.
–No.
Pasaron a la segunda lección, con otra página de vocabulario que
Marco ya dominaba, y otros ejemplos de diálogo que éste pronunció de
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maravilla.
–Has estudiado mucho –murmuró Ermanno en inglés.
–Non inglese, Ermanno, non inglese –lo corrigió Marco.
El juego ya estaba en marcha: quién podía ser más aplicado. Al mediodía,
el profesor ya estaba agotado y necesitaba un descanso, por lo
que ambos suspiraron de alivio al oír una llamada a la puerta y la voz
de Luigi en el rellano. Éste entró y los vio a los dos inclinados sobre la
mesita atestada de papeles como si se hubieran pasado varias horas
echando pulsos.
–Come va? –preguntó Luigi. ¿Cómo va?
Ermanno le miró con expresión cansada y contestó:
–Molto intenso.
–Vorrei pranzare –anunció Marco, levantándose muy despacio. Quisiera
almorzar.
Marco esperaba disfrutar de un agradable almuerzo con un poco de
inglés intercalado para facilitar las cosas y tal vez para aliviar la tensión
mental de intentar traducir todas las palabras que oía. Sin embargo,
después del brillante resumen de la sesión matinal que le había facilitado
Ermanno, Luigi experimentó el impulso de seguir con la inmersión
durante la comida o, por lo menos, la primera parte de ella. En el menú
no había ni una sola palabra en inglés, por lo que, tras haberle explicado
Luigi todos los platos en un incomprensible italiano, Marco levantó
las manos diciendo:
–Se acabó. Me voy a pasar la siguiente hora sin hablar ni escuchar
italiano.
–¿Y tu almuerzo?
–Me comeré el tuyo.
Tomó un sorbo de vino y procuró relajarse.
–Muy bien pues. Supongo que nos las podremos arreglar con el inglés
durante una hora.
–Grazie –dijo Marco sin poder contenerse.
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A media sesión matinal del día siguiente, Marco cambió bruscamente
de estrategia. En mitad de un diálogo especialmente aburrido, soltó en
inglés:
–Tú no eres estudiante.
Ermanno levantó los ojos del libro de instrucciones, hizo una momentánea
pausa y después dijo:
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–Non inglese, Marco. Soltanto italiano. –Sólo italiano.
–Ahora mismo estoy harto del italiano, ¿vale? Tú no eres estudiante.
Ermanno no sabía engañar, por lo que hizo una pausa excesivamente
larga.
–Lo soy –dijo sin demasiada convicción.
–No, no lo creo. Es evidente que no vas a clase, de lo contrario, no
podrías pasarte todo el día enseñándome a mí.
–A lo mejor, voy a clases nocturnas. ¿Eso qué importa?
–Tú no vas a ninguna clase. Aquí no hay ningún libro, ninguna publicación
estudiantil, ninguna de las habituales porquerías que los estudiantes
dejan tiradas por todas partes.
–A lo mejor está todo en la otra habitación.
–Déjame ver.
–¿Por qué? ¿Por qué es importante?
–Porque creo que estás trabajando para las mismas personas para las
que trabaja Luigi.
–¿Y qué si lo hiciera?
–Quiero saber quiénes son.
–¿Y si yo no lo supiera? ¿A ti qué más te da? Tu tarea es aprender el
idioma.
–¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí, en este apartamento?
–No tengo que contestar a tus preguntas.
–Mira, creo que te instalaste aquí la semana pasada; que esto es una
especie de piso franco y que tú no eres realmente la persona que dices
ser.
–Pues entonces ya somos dos.
Ermanno se levantó de golpe y entró en la cocinita trasera del apartamento.
Regresó con unos papeles que deslizó delante de Marco. Era
el resguardo de un paquete certificado de la Universidad de Bolonia con
una etiqueta postal en la cual figuraba la dirección de Ermanno Rosconi,
la dirección en la cual se encontraban ambos en aquel preciso momento.
–Pronto reanudaré las clases –dijo Ermanno–. ¿Quieres un poco más
de café?
Marco estudiaba los impresos. Comprendía justo lo suficiente para
captar el significado.
–Sí, por favor.
Era simple papeleo fácilmente falsificable. Sin embargo, en caso de
que fuera falso, estaba muy bien hecho. Ermanno regresó a la cocina y
abrió el grifo del agua.
Marco empujó su silla hacia atrás diciendo:
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–Voy a dar una vuelta por la manzana. Necesito despejar un poco la
cabeza.
La costumbre cambió a la hora de cenar. Luigi se reunió con él delante
de un estanco que daba a la Piazza dei Signori y ambos bajaron por
una bulliciosa callejuela cuando los tenderos ya estaban cerrando.
Había oscurecido y hacía mucho frío, y los hombres de negocios arrebujados
en sus elegantes atuendos regresaban corriendo a casa con bufanda
y sombrero. Luigi llevaba las manos enguantadas en los bolsillos
de lana de una especie de guardapolvo de áspero y grueso tejido que le
llegaba hasta las rodillas y que tanto podía haber heredado de su abuelo
como comprado la semana anterior en la tienda tremendamente cara
de un diseñador de Milán. Pese a ello, lo lucía con mucho estilo y Marco
envidió una vez más la natural elegancia de su instructor.
Luigi no tenía prisa y parecía disfrutar del frío. Hizo algunos comentarios
en italiano, pero Marco se negó a seguirle la corriente.
–Inglés, Luigi –le dijo dos veces–. Necesito el inglés.
–De acuerdo. ¿Qué tal ha ido tu segundo día de clase?
–Muy bien. Ermanno no lo hace mal. No tiene sentido del humor, pero
es un profesor eficaz.
–¿Estás haciendo progresos?
–¿Y cómo podría no hacer progresos?
–Ermanno me dice que tienes buen oído para el idioma.
–Ermanno es un embaucador muy malo y tú lo sabes. Trabajo duro
porque muchas cosas dependen de ello. Me machaca seis horas al día y
después me paso tres horas por la noche empollando. El progreso es
inevitable.
–Trabajas muy duro –repitió Luigi. De repente, se detuvo a mirar lo
que parecía una pequeña charcutería–. Aquí cenamos, Marco.
Marco hizo un gesto de reproche. La ventana de la fachada se encontraba
a no más de cuatro metros y medio de distancia. Las mesas estaban
todas apretujadas junto a la ventana y el local parecía lleno a rebosar.
–¿Estás seguro? –preguntó Marco.
–Sí, es un sitio muy bueno. Comida ligera, bocadillos y cosas por el
estilo. Come tú solo. Yo no voy a entrar.
Marco le miró y fue a protestar, pero se contuvo y esbozó una sonrisa
como si aceptara el reto de buen grado.
–El menú está en una pizarra, encima de la caja, nada de inglés. Primero
pides, pagas y después recoges la comida al final del mostrador;
no es mal sitio para sentarse si consigues un taburete. La propina está
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incluida.
–¿Cuál es la especialidad de la casa? –preguntó Marco.
–La pizza de jamón con alcachofas es deliciosa. También lo son los
bocadillos. Me reuniré contigo allí, junto a la fuente, dentro de una
hora.
Marco apretó la mandíbula y entró en el local sintiéndose muy solo.
Mientras esperaba detrás de dos señoras, estudió desesperadamente la
pizarra en busca de algo que pudiera pronunciar. Que se fuera al carajo
el sabor. Lo importante era pedir y pagar. Por suerte, la cajera era una
dama de mediana edad que disfrutaba sonriendo. Marco la saludó con
un cordial «buona sera» y, antes de que ella pudiera contestarle algo,
le pidió «un panino con prosciutto e formaggio» –un bocata de jamón y
queso– y una Coca–Cola.
–¡Ah, la Coca–Cola! Da igual en qué idioma se la nombre.
La caja se puso en marcha ruidosamente y ella pronunció un batiburrillo
de palabras incomprensibles. Pero siguió sonriendo, dijo «si» y entregó
un billete de veinte euros que sin duda sería suficiente para pagar
y recibir un poco de cambio. Dio resultado. El cambio iba acompañado
de un resguardo.
–Numero sessantasette –dijo la cajera. Número sesenta y siete.
Tomó el resguardo y recorrió muy despacio el mostrador en dirección
a la cocina. Nadie le miró, nadie pareció fijarse en él. ¿Se estaría
haciendo pasar realmente por italiano, por un auténtico habitante del
lugar? ¿O acaso se le notaba tanto que era forastero que la gente ni se
molestaba en mirarle? Había adquirido rápidamente la costumbre de
estudiar cómo vestían los demás hombres y creía haberse adaptado.
Tal como Luigi le había dicho, los hombres del norte de Italia se preocupaban
mucho más por el estilo y el aspecto que los norteamericanos.
Se veían más chaquetas y pantalones a la medida, más jerséis y
corbatas. Mucho menos tejido vaquero y prácticamente ninguna camiseta
u otras manifestaciones de falta de interés por el aspecto.
Luigi, o quienquiera que le hubiera preparado el vestuario, alguien
pagado sin duda por los contribuyentes estadounidenses, había hecho
muy bien su trabajo. Para ser un hombre que se había pasado seis años
vestido con la misma ropa carcelaria, Marco se estaba adaptando rápidamente
a lo italiano. Observó las bandejas de comida que iban pasando
por el mostrador, cerca de la parrilla.
Al cabo de unos diez minutos apareció un voluminoso bocadillo. Un
empleado lo tomó, arrancó un resguardo y gritó:
–Numero sessantasette.
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Marco se adelantó sin decir nada y mostró su resguardo. Inmediatamente
le sirvieron la bebida sin alcohol. Encontró sitio en una mesita de
un rincón y disfrutó plenamente de la soledad de su cena.
El local era ruidoso y estaba lleno de gente, un sitio de barrio en el
que muchos de los clientes se conocían. Los saludos iban acompañados
de besos y abrazos, largos holas y adioses todavía más largos. Hacer
cola no constituía ningún problema, aunque a los italianos les costaba
un poco comprender lo que es mantenerse los unos detrás de los otros.
En Estados Unidos hubiese habido vehementes protestas de los clientes
y puede que alguna palabrota del cajero.
En un país en el que una casa de trescientos años se considera nueva,